KAGERA EN EL REINO DE NEITH
Hay historias con un bonito final
y ciudades con un brillante pasado,
pero también hay historias sin final
y ciudades sin pasado,
pues en el país de los sueños de Lord Dunsany
nada tiene fin, ni nada tiene pasado.
Todo es como una cinta inagotable
de sucesos ininterrumpidos
que acaban al despertar.
La luz es el fin de todo, pero la belleza
no tiene ni principio ni fin.
La ciudad de Bhumora era la típica agrupación de casas blancas, impecablemente limpias, que indicaban el comienzo de un nuevo territorio, el reino de Neith. Cuando apareció ante mi vista era mediodía y sus tortuosas calles estaban casi vacías. Durante muchos años este pueblo había pertenecido al reino de Neith, pero desde hacía veinte un nuevo rey había dado a Bhumora la categoría de ciudad libre. Nada cambió, pero el nuevo rey de Neith no volvió allí, ni tampoco volvieron los recaudadores a recoger los acostumbrados impuestos.
Penetré en ella por el este, pisando con mis botas claveteadas las artísticas calles, empedradas cuidadosamente con grandes guijarros de color granate. Debía tener mi figura un extraño aspecto, con la desordenada mochila a la espalda pues los pocos habitantes que se cruzaron conmigo me miraron con extrañeza y desaprobación. Seguí caminando, buscando algún sitio donde me dieran algo de comer. De vez en cuando, unos ojos ocultos tras las ventanas, seguían mi espalda con curiosidad. Un hombre fornido al que pregunté que donde había un establecimiento, me miró un instante y siguió su camino sin contestar. No parecía una ciudad acogedora y de gentes hospitalarias, cosa que me preocupaba, pues mis provisiones eran escasas. Supongo que debía estar sucio y apestando a sudor, pero eso no explicaba el extraño comportamiento de los bhumoreses.
Llegué a una amplia plaza, rodeada de soportales y con una gran fuente de cuatro caños en el centro. Allí varias jóvenes, vestidas con largas túnicas rojas, llenaban sendos cántaros de arcilla, mientras charlaban animadamente. La charla cesó nada más verme y todas se apresuraron en desaparecer por las retorcidas calles de Bhumora. Una de ellas no se inmutó por mi presencia, su vestido estaba confeccionado con retales de tela roja de distintos tonos, lo que indicaba su humilde condición. Su pelo era castaño claro y sus ojos brillaban con un extraño tono, podía decirse que era, en sus rasgos, bien diferente de los bhumoreses.
Me descolgué la mochila para sacar dos cantimploras vacías y me acerqué a la fuente para llenarlas bajo uno de los fríos chorros de agua.
‑ Hola ‑ saludé sonriente.
Su rostro se volvió hacia mí lentamente, observándome un tiempo, como evaluando mi aspecto, sin embargo, no respondió. Mi cantimplora se llenó y puse la otra debajo del caño. No le di demasiada importancia al asunto, pues en algunos sitios a las mujeres les está prohibido hablar con los hombres en público y mucho menos con desconocidos y yendo solas. Noté que su cántaro rebosaba hacia rato, mientras ella lo miraba ensimismada.
‑ Está lleno... ‑ le advertí.
‑ ¡Ssss...! ‑ fue su respuesta.
Me encogí de hombros y sin pensarlo dos veces me dispuse a marcharme, una vez llena la segunda cantimplora. Acababa de colgarme la mochila cuando una voz muy baja, casi inaudible, me retuvo.
‑ ¡Espera...!.
Me quedé a su lado inmóvil.
- Sígueme de lejos..., que nadie se dé cuenta ‑ dijo en un susurro, sin apenas mover los labios. Cogió el cántaro y se alejó por una de las calles. La miré unos instantes perplejo, sin saber que hacer, nunca me habían gustado los misterios, siempre traen complicaciones, sin embargo me acomodé la mochila y la seguí a prudente distancia.
Me esperaba en una esquina, junto a una casa derruida, mirando nerviosamente en todas direcciones. Cuando llegué hasta ella, me empujó dentro de la casa sin dejarme hablar.
‑ ¿Adónde vas?, ¿a Abyadh? ‑ preguntó con rapidez.
‑ No, a Qtarzak.
‑ ¿La capital del reino de Neith?... eso está cerca de Abyadh, ¿puedo ir contigo?.
La mire con disgusto, lo que menos deseaba ahora era un estorbo durante el viaje. Ella siguió hablando.
‑ En las afueras..., esta noche... ¿de acuerdo?.
Se alejó sin dejar que me negara rotundamente, o por lo menos que hubiese pedido una explicación a su conducta. Claro que, después de todo, podía irme sin esperarla, aunque pensándolo bien, un poco de compañía vendría perfecta para caminar. La soledad era buena compañera, pero no sabe hablar. Me dirigí de nuevo a la plaza y descubrí allí una pequeña puerta, que dejaba ver un gastado mostrador de vieja madera. Atada a un lado, colgaba una descolorida cortina de rayas blancas y rojas. Entré despacio, pero haciendo los ruidos suficientes para que me oyera quienquiera que viviese allí. Un anciano de rostro apagado y triste, salió de un cuarto y se acercó al mostrador caminando con dificultad.
‑ Buenas tardes extranjero, ¿qué deseas? ‑ por lo menos su tono era amable y una sonrisa forzada arrugaba aún más su ya demacrado rostro.
‑ Quería algo de comida, si tienes latas mejor...
‑ ¡Oh, latas!, de eso ya no hay por aquí, el metal es cada vez mas caro, pero tengo pescado ahumado y carne seca.
Suspiré con desazón, no me apetecía comer eso durante el corto viaje que me separaba de Qtarzak. Vi unas galletas cuadradas y grandes que parecían en buen estado.
‑ ¿Vende esas galletas?.
‑ ¡Oh, sí!, son buenas...
Me caía bien ese viejo, con sus continuas exclamaciones de asombro. Después de probar una, accedí a comprarle un buen montón, que él metió en una bolsa de papel.
‑ No tengo dinero ‑ dije ‑ pero poseo cosas que quizás valgan más que las monedas.
Puse sobre el mostrador varios destornilladores, de distintos tamaños y corroídos por el óxido. La codicia brilló en los ojos del viejo.
- ¡Oh...!
Cogió dos destornilladores pequeños, de extremo plano, y los volvió a dejar en su sitio. Por fin, pareció decidirse por el más grande, me miró esperando algún tipo de aceptación. Negué con la cabeza. Entonces añadió otro puñado de galletas y varias piezas de pescado seco, mientras yo seguía negando. Murmuró una extraña maldición en voz baja y sacó de una estantería dos bolsitas de miel, las puso junto a las galletas dando el trato por cerrado. Mientras metía todo en la mochila intenté conversar un poco con el anciano.
‑ La gente de por aquí es bastante callada ‑ observé.
‑ ¡Oh!, es que el rey de Neith, cuando yo era joven, vino con su ejército...
‑ Lo siento, no sabía...
‑ ¡No, no nos hizo daño!, pero dicen que escondió un secreto en una de las casas y que por eso nos libró de los impuestos, nos advirtió que si queríamos seguir siendo independientes, debíamos evitar a los extranjeros.
‑ ¡Qué extraño! ‑ dije ‑ pero podéis estar tranquilos, no turbaré vuestra paz.
Después de despedirme del viejo, me interné en las calles de Bhumora, saliendo hacia el oeste, a la gran llanura verde propiedad del rey de Neith. Encendí una hoguera para que me localizase la muchacha y después de comer un poco, esperé el anochecer recostado en una enorme higuera que crecía apartada de la ciudad. El cansancio hizo cerrar mis párpados y el sueño se apoderó le mí. Dormí pesadamente, como un tronco.
‑ ¡Eh, despierta! ‑ oí mientras una mano me zarandeaba ligeramente. Giré sobre mí sacando un destornillador que llevaba siempre al cinto.
‑ Soy yo... Thomika.
Reconocí la figura de la joven bhumoresa, con su vestido rojo, mirando un poco asustada.
‑ ¿Te llamas Thomika? ‑ pregunté acercándome a ella y guardando el destornillador.
‑ Sí, ¿y tú?.
‑ Kagera, y ahora cuéntame que es lo que te ocurre.
Me miró con tristeza y tardó bastante en responder.
‑ Mientras caminamos ¿eh? ‑ dijo frunciendo el ceño en un gesto de súplica.
Até bien la mochila, recogí todos los desechos y los oculté, era una costumbre adquirida desde mi infancia, desde que mis padres desaparecieron procuraba no dejar constancia de mi paso. La desconfianza es una de las leyes base del cerebro humano. Me di cuenta de que ella traía un pequeño hato.
‑ Es un poco de comida ‑ dijo ella al ver que lo miraba.
Nos pusimos en camino y ella comenzó a contar su historia.
‑ Cuando era una niña, yo no lo recuerdo, me vendieron como esclava...‑
‑ ¡Un momento! ‑ interrumpí ‑ ¿eres una esclava?.
Agachó la cabeza en un expresivo silencio. Maldije mi suerte durante un rato con furia contenida. Ahora la buscarían y yo me vería metido hasta el cuello en un buen lío.
‑ Lo sabía, lo sabía ‑ dije resoplando, evitando mirarla‑ llevaba mucho tiempo sin problemas...
Ella enrojeció visiblemente y no volvió a hablar en toda la noche, sólo para pedir ocasionalmente agua.
El vapor de agua, que se condensaba con el frío nocturno sobre la hierba y sobre nosotros, helaba los miembros. Los pies apenas sentían nada, castigados por el frío y el cansancio. Mis botas se pusieron rígidas como el cemento y se cubrieron de escarcha. Ella a pesar de calzar unos sencillos zapatos negros, no se quejó lo más mínimo. Con el amanecer todos los tonos rojos y anaranjados del sol, se dieron cita en el horizonte, para regalar nuestros también rojizos ojos, rojos de sueño, frío y cansancio. Las acacias y algún que otro baobab recortaban sus negras siluetas contra los regueros de sangre que acompañaban al naciente sol. Los tenues rayos amarillos nos confortaban, al ir librando paulatinamente nuestros cuerpos de la pegajosa humedad que nos había atormentado toda la noche. Caminamos bajo el sol de la mañana, haciendo frecuentes paradas para descansar, y al mediodía nos detuvimos junto a un gran baobab para comer algo y aprovechar su magnífica sombra. A esa hora ya hacía bastante calor. Thomika deshizo su hato y sacó un trozo de pan duro y tocino frito. Me miró un instante, sin saber que hacer, parecía dudar si ofrecerme algo, pero al final sólo se sentó a comer lentamente. Al descolgarme la mochila sentí todavía su presión en los hombros, pero mi peso descendió bruscamente. Creí que iba a caer hacia arriba. Comí rápidamente varias galletas y parte de la miel. Thomika se acercó a mi lado y volvió a alejarse un poco titubeante, para por fin recostarse en una de las gigantescas raíces del baobab.
Cuando terminé de comer bebí un largo trago de agua. Ella me miró de reojo mientras bebía. Su mirada hería, porque expresaban un hondo sentimiento de tristeza. Sus ojos pedían agua y sus labios casi parecían moverse, pero no dijo ni una palabra. Prefería sentir los labios hinchados antes de molestar mi bien cuidada paz. Con el estómago lleno se disipó en parte mi mal humor y empecé a darme cuenta de que ella no era un estorbo, era alguien que necesitaba ayuda. ¿Cómo podía haberla rechazado de aquella manera?. Me sentía culpable, tenía un extraño remordimiento que no me dejaba pensar con claridad. Tenía que decirle algo o la úlcera me iba a reventar. Allí tumbada parecía una muñeca hecha de recortes de tela roja, con los ojos semicerrados y el pelo tapándole medio rostro.
‑ Anda, bebe un poco de agua ‑ dije alargándole la cantimplora. Me miró un momento como sin comprender, cogió luego la cantimplora y bebió hasta saciarse dando las gracias con su mirada.
‑ ¿A qué vas a Abyadh? ‑ pregunté intentando romper el hielo.
‑ Quiero encontrar a mi familia ‑ respondió.
‑ ¿Cómo sabes que están allí? ‑ sonreí intentando ser amable.
Ella sacó de entre su ropa un medallón dorado.
‑ Mira ‑ dijo ofreciéndomelo.
Lo cogí con curiosidad y le di varias vueltas. Aquello parecía oro, y pesaba. Tenía dos grabados, en el anverso se podía leer "THOMIKA‑ABYADH" y en el reverso un extraño escudo y la palabra "NEITH".
‑ ¿Es tuyo?.
‑ Siempre lo he tenido ‑ respondió.
Me extrañó que una pieza de oro de ese tamaño hubiese obrado en poder de una esclava durante tanto tiempo.
‑ ¿Te lo ha visto tu amo?.
‑ ¡Pues claro! ‑ dijo con naturalidad ‑ fue él quien me lo dio cuando cumplí los quince años, me lo guardó hasta entonces, era de mis padres.
Allí había algo raro. ¿Qué podía ser ese magnífico medallón?. Ella miraba curiosa como le daba vueltas absorto.
‑ ¿Cuántos años tienes ahora?.
‑ Dieciocho, por eso quiero escaparme, ya soy una mujer, eso me dijo mi dueño, además, también me dijo que con el medallón en mi poder nadie podría hacerme daño.
‑ ¡¿Eso dijo?!‑ exclamé arrojándole el medallón. Ella lo cogió en el aire y lo guardó de nuevo. No respondió, ni yo esperé respuesta, me dirigí hacia un claro entre las raíces del baobab y me acosté con una manta liada debajo de la cabeza. No comprendía porqué el dueño de Thomika no se había quedado con el medallón, ella era su esclava y tenía el derecho de quitárselo... si era una esclava, pero ¿Y si no lo fuera?, ¿qué podía ser entonces?. Estaba claro que algo había impedido a su dueño quedarse con el medallón, pues le lo contrario ella no lo hubiese visto jamás, en aquellos tiempos tan difíciles los esclavos eran exprimidos al máximo. ¿Qué tenía entonces Thomika de particular?. Me dormí cansado de darle vueltas al asunto.
Soñé con un gran lago lleno de miembros humanos manchados de sangre. Una horda de seres mutilados y deformes, revolvían las aguas buscando la parte que les faltaba, al tiempo que ejecutaban grotescas danzas y proferían estremecedores aullidos. También soñé con Thomika, que rodeada de joyas se reía de mí, con los dientes ensangrentados.
Desperté casi al anochecer, malhumorado, con las confusas imágenes de mi sueño todavía rondando mi interior. Siempre había valorado enormemente los sueños, quizás por la lectura apasionada de las teorías de los profesores M=tiler Agn y Bruth Lusi sobre el poder onírico sobre las mentes.
Miré alrededor y vi a Thomika sentada junto a una pequeña hoguera, con un diminuto cazo humeante entre las manos.
‑ ¿Qué es eso? ‑ pregunté desde donde estaba.
‑ Ven, es té ‑ dijo sin volver la cabeza.
‑ ¿Té?, ¿De dónde diablos lo has sacado? ‑ pregunté mientras me acercaba para sentarme a su lado.
‑ Algunos comerciantes de Bhumora lo traen de Neith o Abbar y a veces, incluso de la lejana Azur‑er‑ek, que está más allá de las montañas blancas.
Por su forma de hablar se adivinaba que nunca había salido de Bhumora, por lo que todo lo demás le parecía exótico y lejano. Decidí abrirle un poco los ojos y la mente.
‑ Hace tiempo estuve en Azur‑er‑ek, te contaré lo que...
‑ ¡Kagera! ¿es eso cierto?.
‑ Sí, ya te digo...
‑ Cuéntame cosas de esa ciudad, por favor...
Thomika me miraba con adoración y envidia, tenía la sorpresa pintada en el rostro, que bajo la influencia de las sombras de la noche, parecía extrañamente siniestro. Puse un gesto de despreocupación y desinterés como mejor pude, alegrándome en mi interior de poder contar algo y así relajarme de las últimas tensiones.
‑ Pues Azur‑er‑ek no me gustó demasiado, sólo saben hacer buen té, y como no, excelentes sopas de tortuga. Son un pueblo libre, pero permiten la esclavitud en nombre de la justicia. Los esclavos son los transgresores de la ley...
‑ ¿Es mala la esclavitud? ‑ me interrumpió Thomika.
‑ Yo creo que sí, los hombres deben ser libres, pero hay cosas todavía peores, mira, en el Estado de Tunimega hay un dictador que obliga a todos a rendir culto a Nyarlathotep, ante el cual realizan innumerables sacrificios humanos para aplacar su ira.
Me daba un poco de miedo contar estas historias con la oscuridad reinante, había presenciado cosas que no contaba para no asustar a mi oyente.
‑ ¿No hay dioses buenos?. En Bhumora no tenemos dioses.
‑ Sí, en la República de Arkatán rinden culto a un dios bondadoso que llaman Sheol Nunog, lo cual es más o menos Sheol el Blanco.
Me pasé casi toda la noche hablando de dioses, ciudades, comerciantes y productos exóticos, mientras Thomika me escuchaba con interés y ocasionales exclamaciones de asombro. Apenas habíamos dormido una hora cuando salió el sol. Nos pusimos en camino hacia el oeste penetrando profundamente en el corazón del reino de Neith. Vimos de lejos algunas de sus ciudades, que recortaban espléndidas torres en el horizonte. Thomika parecía feliz como una niña en su cumpleaños, aunque sólo lo demostrara con una tímida sonrisa. Cuando anocheció buscamos un baobab para pasar la noche y encendimos una buena hoguera. El sol ya oculto daba todavía una ligera tonalidad escarlata al horizonte, luchando todavía con la ya casi luna llena, por dominar la noche. La hoguera hacía bailotear las llamas, arrancando extrañas sombras del retorcido tronco del baobab, cuyas exiguas ramas se alzaban sobre nosotros, como los amenazadores dedos de algún monstruo descomunal. El té caliente nos animó un poco y charlamos durante un rato. Thomika pareció despertar de un sueño, empezó a hablar y a sonreír, contaba historias divertidas de su ciudad y yo sonreía involuntariamente ante su alegría, produciéndome una extraña sensación de incomodidad, debido sin duda a la falta de costumbre. Cuando ella comenzó a contar algunos episodios de su vida, ya se me pasó la inicial alegría, había cosas que no me gustaba oír, como sus infantiles historias con chicos de su edad. A ella eso parecía divertirle y reía constantemente.
‑ ... y un día me cogió descuidada y me besó ‑ contaba ella sin dejar de reír ‑ si vieras la cara que puso cuando le dije que se lo iba a contar a mi dueño...
Supongo que tanta risa llego a cansarme pues sin pensarlo casi, la corté con brusquedad.
‑ ¡Qué sabrás tú!... ‑ dije alejándome hacia el tronco del árbol, con media sonrisa irónica y la otra media cruel.
Recordaré toda mi vida su sonrisa helada y sus ojos casi cerrados como dos líneas brillantes. Arrebujado en las mantas estuve pensando en lo que dije y llegué incluso a avergonzarme, supuse que lo mejor sería pedirle disculpas, pero era incapaz, mi corazón rebosaba orgullo. Sabía que todo aquello era estúpido pero cuando imaginaba a aquel muchacho besándola, se me revolvÍan las tripas. ¿Estaba celoso?. Sonreí para mis adentros, intentando conciliar el sueño, mientras Thomika sentada junto a la hoguera, miraba fijamente los juegos irregulares de las llamas.
No sé cuanto tiempo llevaba dormido cuando noté que algo se apretaba contra mí. Me revolví y vi a Thomika con los ojos cerrados por el sueño que la acosaba, sin embargo el frío no la dejaba dormir. La arropé con mis mantas y ella se abrazó con fuerza a mÍ, buscando un poco de calor. Hacía mucho tiempo que dormía solo y desconocía la maravillosa sensación de un cuerpo junto al mío y de una nariz apoyada en mi cara.
Los tenues rayos del sol mañanero, me despertaron y lo primero que vieron mis ojos fue su rostro dormido. Durante un rato estuve acariciando su pelo y su cara, su boca ligeramente abierta, dejaba ver el brillo de sus dientes. Me deslicé entre las mantas para no despertarla y la dejé bien arropada.
En la hoguera apenas quedaba un rescoldo, eché unas ramas para avivarlo y preparé un poco de té caliente ante el impresionante espectáculo del amanecer que la naturaleza salvaje prodigaba. Con el té caliente entre los labios miré el pequeño bulto del cuerpo de Thomika entre las mantas, pensando en lo valiosa que era para mí aquella frágil figura. El sol empezó a secar la húmeda hierba que empapaba todo con molesta persistencia.
‑ ¡Arriba! ‑ grité ‑ es de día.
Ella se removió un poco, murmurando algo con mal humor. Me volví de espaldas, tomando mi humeante té a pequeños sorbos. Al rato ella se sentaba a mi lado, profirió un débil saludo y se sirvió un cacillo de té. Poco después apagamos la hoguera ya marchita y nos pusimos en camino.
La inmensa sabana se aclaraba según avanzábamos, claro indicio de la proximidad de Qtarzak. Llevábamos bastante tiempo caminando cuando Thomika en un arranque de valor, se atrevió a preguntar.
‑ ¿Qué es el amor?. Tú lo sabes ¿verdad? ‑ lo dijo sin mirarme, con las mejillas un poco enrojecidas.
Una respuesta instintiva iba a salir de mi boca, pero me contuve. Había conocido a las más exóticas mujeres, a las mejores amantes, pero en el fondo, el verdadero amor jamás lo había hallado. Quizás incluso se podría decir que el mayor afecto que había sentido hacia una mujer, era precisamente el que sentía por ella. Era posible incluso que la amara, pero no, eso era imposible, ella no era... Sacudí la cabeza para alejar el resultado de mis pensamientos, que parecía ser siempre el mismo: ella.
‑ No, creo que yo tampoco lo sé ‑ dije con la voz un poco insegura. ¿Que me pasaba? ella era una niña, una chica sin futuro,... ¿Por qué tenía ese empeño en desecharla como posible pareja?. ¿No sería que el fondo ella me gustaba?.
- Abyadh debe estar cerca ¿no? ‑ dijo ella sin dar importancia a mis palabras.
‑ Sí, a este paso al anochecer llegaremos allí, luego yo seguiré a Qtarzak.‑ respondí.
El reino de Neith agrupaba a ocho grandes ciudades y a un numeroso enjambre de pequeños pueblos y aldeas, que frecuentemente cambiaban de dueño debido a las constantes refriegas entre los reinos vecinos. Me fijé en la nevada cumbre del monte Agnotath, a cuyos pies se alzaba la todavía invisible Abyadh, al otro lado de encontraba Yhugot y algo más lejos a la izquierda Qtarzak.
Thomika se quejó de que le dolían los pies de tanto caminar, nos detuvimos un poco antes de mediodía a descansar, y se dejó caer exhausta con los ojos cerrados junto a una acacia. Me quité la mochila, dejándola tirada en el suelo, y me acerqué a ella. Con cuidado le quité los frágiles zapatos que calzaba, tenía los pies llenos de ampollas y sangrantes rozaduras.
‑ Ya veo que no sueles caminar a menudo ‑ dije viendo como una gota de sudor se balanceaba en la punta de su nariz. Ella no respondió, seguía con los ojos cerrados. Mojé un pañuelo con agua, en un despilfarro del que nunca me creí capaz y limpié las heridas de sus pies. Saqué unas tiras de tela que llevaba para casos de emergencia y la vendé lo mejor que pude. Me senté a su lado y con la manga de mi camisa le limpié el sudor de la cara.
‑ Estás cansada, ¿verdad? ‑ susurré a su oído ‑ descansaremos todo el tiempo que quieras.
Ella seguía inmóvil, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y algunos pelos pegados a su cara. Empezaba a querer a aquella pequeña muchacha, frágil e inocente. Esta vez no dudé en reconocerlo. Acerqué mis labios a los suyos y la besé con suavidad. La flor no movió un solo pétalo, se había dormido. Estuve observándola un rato, después la soledad inherente a la estepa semidesértica me adormiló, ayudada por el cansancio. Desperté un rato después, al sentir algo en el pecho, un dolor punzante y agudo. Al volver la vista observé una flecha que me atravesaba el hombro por debajo de la clavícula izquierda. El primer impacto fue como todos, indoloro, pero ahora, transcurridos unos segundos, empezaba a doler con intensidad. El galopar de unos caballos me hizo levantar la vista, al tiempo que otra flecha se clavaba por encima de la cabeza de Thomika, haciendo saltar la corteza de la acacia.
‑ ¡Thomika, despierta! ‑ la camisa se pegaba al cuerpo, empapada de sangre. Ella pestañeó un momento y se levantó de un salto.
‑ ¡Kagera! ‑ gritó paralizada por la sorpresa.
‑ ¡Allí, rápido!‑ grité señalando un baobab que crecía a unos veinte metros. Me llevé arrastrando la mochila, sintiendo terriblemente cerca los cascos de los caballos. Debían haber dado una pasada sobre nosotros y ahora volvían de nuevo. Desde el baobab los vi venir, eran siete jinetes que pasaron en tromba junto al árbol. Nos apretamos entre dos raíces que dejaban una abertura bastante grande, mientras las flechas con un golpe sordo, se hundían en la dura madera. Cuando dieron de nuevo la vuelta yo los esperaba con un destornillador en la mano derecha y muchos más en la cintura. Los jinetes parecían guerreros, o quizás fuesen bandidos por sus gritos agudos y sus rostros feroces. Un destornillador volteó en el aire, y se clavó en la espalda de uno de ellos, que se arqueó en un espasmo antes de caer al suelo. Mi mano derecha cogía los destornilladores y los lanzaba diestramente. Thomika aplastada contra el árbol, miraba todo aterrorizada. Varias veces sentí el silbido de las flechas junto a mi oído, antes de clavarse en el tronco del baobab. Derribé dos jinetes más y ya mareado por la sangre perdida, sentí como una flecha me atravesaba la mano y la clavaba contra el baobab. Todo el dolor del mundo pareció concentrarse sobre mi pobre cuerpo. Los cuatro jinetes que quedaban desmontaron entre grandes carcajadas y se acercaron. Vi la borrosa figura de Thomika intentar desclavar la flecha que atravesaba mi mano y la corteza del baobab.
‑ ¡Corre! ‑ dije sin fuerzas.
No lo consiguió, uno de aquellos brutos la cogió como si fuera una pluma y la llevó a mi lado.
- ¿Qué hacemos con tu amiguito? ‑ dijo uno de ellos sonriendo, llevaba una larga coleta negra y un brazalete metálico sobre el bíceps.
‑ ¡No! ‑ gritó ella intentando soltarse de la enorme mano que la sujetaba férreamente.
‑ ¡El medallón...! ‑ logré articular, era la única esperanza que quedaba, su dueño dijo que con él nadie le haría daño.
Uno de ellos levantó una gran hacha sobre mi cabeza. Todavía recuerdo su rostro, como una horrible máscara, tras el hacha, dispuesto a acabar conmigo. De improviso, una mano lo sujetó por la muñeca en el momento en que iba a descargar el mortal golpe.
‑ ¡Espera! mira... esta muchacha tiene el sello de la familia real.
Fue lo último que oí, pues mis rodillas se doblaron y caí al suelo, quedando colgado de mi mano derecha, en la que sentí el dolor más desgarrador de toda mi existencia. Enseguida alguien desclavó la flecha, al tiempo que yo perdía el conocimiento.
Por supuesto no supe lo que pasó hasta que no recobré el conocimiento y empezaron a contarme lo ocurrido. Estuve trece días en cama con fiebre alta, delirando como si la muerte preparara una orgía para mí. Al final tuvo que retirarse derrotada y la vida me transportó de nuevo a la realidad. Oí rumores de que el brujo Pazuzu del lejano reino de Assur, el país de las tinieblas, había sido llamado por el rey, y que gracias a un brebaje preparado por él, había salvado la vida. Preferí no creer en estos rumores, a pesar de que había sanado casi completamente, pues sabía que el país de las tinieblas, Assur, tenía secretas vinculaciones con el peor de los dioses, el Gran Cthulhu, al lado del cual la crueldad de Nyarlathotep parecían caricias. Cuando al cabo de los trece días desperté y abrí los ojos, tuve que cerrarlos de nuevo, pues la amplia estancia donde me encontraba me produjo vértigo. Poco a poco pude observarla con detalle, su techo repleto de grabados multicolores, impresionaban a cualquiera, así como las bellas columnas que se alzaban orgullosas hasta él. Todo era maravilloso, increíbles tapices decoraban las paredes y fantásticas esculturas de animales sagrados, podían verse en todos los rincones. Mi lecho era una lujosa cama, amplísima, de madera noble bellamente tallada, con sábanas de finas telas que igualaban a las mejores sedas de la República de Arkatán. Me sentía abrumado por todo aquello y mi primera reacción fue llamar a Thomika, de la cual sólo sabía que tenía algo que ver con una familia real, la de Neith quizás. Mi hombro izquierdo y mi diestra estaban envueltos cuidadosamente en vendas blancas.
‑ ¡Thomika! ‑ grité.
Unos pasos apresurados llegaron hasta las grandes puertas de la estancia, que dieron paso a una joven rubia desconocida para mí, que se acercó al lecho para observarme.
‑ ¿Dónde estoy? ‑ pregunté.
Ella arregló con diligencia las arrugas de la cama, sin prisa por responder.
‑ Estás en el palacio de Khuna III, Rey de Neith.
Me parecía todo difícil de entender, pero por un momento imaginé la mano de Thomika en todo aquello.
‑ ¿Y Thomika?.
‑ Su alteza descansa en sus habitaciones.
¡¿Su alteza?!. Ese tratamiento correspondía a herederos del trono y familia real por descendencia directa, o así lo creía yo, aunque las costumbres no eran iguales en todos los sitios.
Me fijé en aquella muchacha rubia de ojos oscuros, que me miraba con la humildad de una esclava. Pero su forma de moverse no era la de una esclava, más bien era la de una dama importante de la corte, su largo vestido azul era brillante y delicado. Todo aquel lujo para un simple viajero herido, indicaba cual debía ser la magnificencia de las habitaciones reales, cuya inusitada belleza yo jamás llegaría a contemplar. La voz de la muchacha me sacó de mis cavilaciones.
‑ Debes vestirte, el rey te recibirá inmediatamente ‑ se interrumpió un momento para echar un vistazo a mis heridas ‑ te ayudaré a hacerlo.
Cuando me destapó, me di cuenta que estaba desnudo. Ella miró de reojo un instante intentando no alterarse, pero noté el rubor de sus mejillas cuando me puso unos grandes calzones azules. Un pantalón verde, camisa a cuadros y chaqueta gris, completaban mi indumentaria. Me calcé unas botas de cuero sobre calcetines de lana y salí tras ella por las puertas por donde un momento antes la había visto entrar. Las heridas apenas me dolían, pero me costaba mantener el equilibrio, pues el vértigo acudía a mi cuerpo como reacción natural después de tanto tiempo guardando cama. Recorrimos grandes pasillos que brillaban con el fino pulimento del mármol que cubría las paredes y el suelo. La muchacha se detuvo.
‑ Aquí es ‑ dijo señalando una puerta de madera.
Se alejó con pasos cortos y rápidos, sin decir ni una palabra más, dejándome solo. Este rey parecía tomar pocas precauciones con los desconocidos. No se veía ni un guardia. Llamé dos veces con los nudillos y esperé. La puerta se abrió sola, accionada por algún resorte oculto, mostrando una pequeña estancia decorada austeramente, unos ojos grises me miraban desde un escritorio. Tras el enjuto rostro de un anciano se adivinaba todavía una notable fuerza vital. Entré y me acerqué hasta encontrarme frente a él.
‑ Sé bienvenido a mi reino, Kagera ‑ su voz era sonora, sin llegar a ser bronca.
- Gracias por su hospitalidad, majestad ‑ dije inclinándome y observando de reojo como se cerraba la puerta, empujada por el mismo resorte.
‑ No está bien secuestrar princesas, Kagera, el castigo es la muerte, pero la benevolencia de la princesa Thomika ha retrasado la ejecución.
‑ Nunca desee daño alguno para la princesa, majestad, yo creí que era una esclava ‑ aquello me parecía sospechosamente falso.
‑ Thomika no es hija de la reina, por eso la llevé a Bhumora y le di mi sello, pero es una bastarda y debe alejarse del trono, claro que tu ignorancia puede ser una atenuante.
¿Por qué me contaba todo eso?, era el rey y bastaba un gesto para hacer rodar mi cabeza.
‑ Ignoraba tal circunstancia, majestad.
Odiaba tener que repetir "majestad" cada vez que abría la boca para decir algo. Su "majestad" carraspeó y revolvió unos papeles, luego me miró fijamente.
‑ Me has metido en un buen lío, el Consejo del Reino pide tu cabeza por traer la vergüenza a palacio. ¿Que crees que debo hacer?.
Su voz sonaba con un extraño matiz, como si fuera una tierna reprimenda paternal. !Pobre viejo!, pretendía hacerme creer que Thomika le había impedido ejecutarme, cuando se le veía preocupado por mi vida como si fuera la suya, tanto que había llegado a enfrentarse al Consejo.
‑ Sospecho, majestad, que Thomika no es la causa de que mi pobre pellejo siga con vida.
Khuna III intentó no mostrar sorpresa, pero una chispa de agitación en sus ojos le traicionó. Se sintió atrapado y su pétreo rostro se deshizo en una amplia sonrisa que dejaba ver sus amarillentos dientes.
‑ Tu padre no se equivocó al decirme que eras muy listo.
‑ ¿Conoció a mi padre? ‑ inquirí con viveza.
‑ Te adelantas siempre a los acontecimientos, Kagera, tu padre fue un consejero excelente, pero ignoro si llegó a hablar antes de... ‑ se detuvo y tragó saliva.
‑ Antes de ejecutarlo... ‑ perdí el control y me incliné furioso sobre la mesa.
Aquel no era Khuna III, mi padre lo ayudó a suplantar al verdadero a cambio de algunos libros de la Biblioteca Real, él dejó escrito todo esto antes de emprender el último viaje de su vida. Lo demás caía por su propio peso. Furioso, pasé el brazo por el escritorio, arrojando al suelo papeles, lápices y todo lo que cogí.
‑ Ya comprendo, Thomika es hija de Khuna III...
‑ Khuna III soy yo, no lo olvides ‑ dijo sonriendo, al tiempo que se echaba atrás en su sillón, precavidamente.
‑ ¡Estoy hablando del verdadero Khuna III! ‑ dije apretando los dientes.
‑ Cuida tus impulsos, muchacho ‑ señaló la puerta con el dedo índice de modo expresivo, mientras se oían pasos ligeros que se detenían tras ella.
Miré de reojo para comprobar que seguía cerrada y volví a tomar la compostura inicial, aunque mi lenguaje siguiera siendo agresivo.
‑ Te deshiciste de mi padre por miedo a que hablara y luego de Thomika, para impedir que hablaran, lo que ignoro es por qué no la ejecutaste también a ella.
Su sonrisa era menos feliz y más amarga al ver mi excitación.
‑ Los que son demasiado listos suelen ser también demasiado peligrosos ‑ dijo ya completamente serio.
La puerta se abrió para dar paso a dos tipos enormes que se colocaron detrás de mí.
‑ Espero que te conduzcas con docilidad hasta que llegue tu hora, tu padre murió como un caballero.
‑ ¡Maldito...! ‑ dije con rabia.
Su rostro se nubló y una ráfaga de tristeza pasó por su rostro. Mientras volvía a mi estancia escoltado por los dos guardias, pensé en aquella triste expresión del falso rey. Algo no acababa de encajar en su sitio. Me condenan a muerte pero me alojan en una lujosa estancia. El rey o era demasiado tonto aceptando mis acusaciones en silencio o era tan listo que las había aceptado para hacerme creer que eran ciertas. Pero, si no eran ciertas, ¿dónde estaba la verdad?. En contra de mi instinto que me decía que Khuna III no era tonto, tuve que aceptar que lo era. Llegamos a mi habitación y entré en ella, los guardias quedaron en la puerta, claramente dispuestos a quedarse. Cerré la puerta con furia y me di la vuelta.
- ¡Maldito, maldito...! ‑ me interrumpí sorprendido, pues mi voz me había sonado extrañamente parecida a la del rey.
Me di cuenta que la muchacha rubia estaba sentada en la cama, mirándome un poco asustada.
‑ ¿Qué haces aquí?, ¡vete! ‑ dije bruscamente.
Ella no se movió. Su rostro era oscuro y triste.
‑ ¿Quieres escapar? ‑ su larga melena rubia onduló al decir esto. Me senté a su lado, aquella pregunta había sido como un latigazo.
‑ ¡¿Como?!, ¿puedes ayudarme?.
‑ Sí ‑ su tez morena contrastaba con sus dorados cabellos.
‑ ¿Y Thomika?.
- También ‑ su voz era segura ‑ pero primero quiero algo, un cambio podríamos decir.
La interrogué con la mirada, ¿qué podía yo darle a aquella muchacha que ya no tuviera?. Ella, con un movimiento rápido de la mano, abrió la cama. Al ponerse en pie, el vestido le resbaló hasta el suelo, y desnuda, se metió entre las cálidas sábanas.
‑ ¿Te decides? ‑ dijo intentado parecer excitante.
Tardé en reaccionar, la situación era peligrosa, podía ser una nueva treta de Khuna III, pero la posibilidad de escapar hizo decidirme. Me desnudé y me acosté a su lado.
‑ Ten cuidado con mi hombro ‑ dije con voz nerviosa.
Aquella situación, aunque agradable, no me gustaba. Me repetía constantemente que era necesario, pero el cándido rostro de Thomika se me aparecía ante los ojos mirándome con tristeza. Intenté olvidar su rostro y no lo conseguí, ahora empezaba a darme cuenta que amaba a Thomika.
Todo terminó con un beso que yo acepté en silencio.
‑ Espero que no quedes embarazada ‑ dije mientras me vestía.
‑ Yo espero que sí ‑ fue su respuesta.
La miré sin comprender exactamente a que se refería.
La salida fue demasiado fácil, yo la seguía por los largos pasillos vacíos preguntándome dónde estarían los guardias que debían vigilar todo el palacio. En el cruce de dos pasillos nos detuvimos a recoger a Thomika, que me abrazó con efusión. Pasamos varias salas que apenas nos dio tiempo a ver y al final de un largo pasillo nos detuvimos ante una gran puerta metálica que se encontraba entreabierta que daba al exterior. Cuando vi la hierba y la tierra creí que era un sueño. Ya estaba con mi eterna compañera, la naturaleza. Besé a Thomika con fuerza. Me volví hacia la muchacha rubia.
‑ ¿Cómo te llamas?.
‑ Eso no importa, vete antes de que vengan los guardias.
No era una esclava, se notaba y aquello tampoco era una fuga.
‑ Eso no me lo creo, no va a venir ningún guardia ‑ la cogí por un brazo ‑ ¿por qué nos dejan escapar?, ¿qué es toda esta representación?.
Ella agachó la cabeza y salió fuera, estaba llorando. La seguimos en silencio. Miramos atrás y vimos el gran castillo y palacio de Khuna III, que se alzaba sobre Abyadh como el gigantesco diente de un monstruo.
Ella se detuvo y se dispuso a contar algo.
‑ El rey es un impostor, este falso Khuna III, tuvo aquí a una hija, Thomika, y convencido de que no debía saber nada de su padre, pues se suponía que Khuna III no tenía hijos, la ocultó en Bhumora, le dio el sello real y la abandonó. Khuna III, el falso, no mató a tu padre, Kagera, fue tu padre quien mató al que debía suplantarlo, así se aseguraba todos los libros de la Biblioteca Real y no unos cuantos.
La miré perplejo, sin acertar a hablar.
‑ Sí, Kagera, Thomika es tu hermana y Khuna III es tu padre, él me encargó que os sacara de aquí, se está haciendo viejo y es cada vez más sensible, hace unos años hubiese acabado con vosotros sin contemplaciones. Vuestra madre murió en Bhumora cuando fueron a llevar a Thomika, una flecha acabó con su vida, se rumorea que el mismo rey la hizo asesinar.
Thomika estaba absorta mirándose las manos.
‑ Mi... mi hermano ‑ dijo levantando el rostro.
Cogí a la muchacha por un hombro y la zarandeé.
‑ Di que es mentira...
‑ Espera, todavía no he terminado ‑ se soltó de mi mano, que le hacÍa daño ‑ aún no me he presentado, soy la princesa Aneia, hija de Khuna III, y de su segunda esposa, que por cierto también murió en extrañas circunstancias. Todos somos hermanos. Divertido ¿verdad?, puede que tu hijo pueda suceder a Khuna III, y mientras yo seré la regente ‑ terminó con expresión adusta.
Todo parecía un horrible sueño, surgido de la mente de aquella muchacha, pero yo sabía en mi más hondo interior que todo era cierto. Ahora entendía la triste expresión de mi padre cuando me despidió, haciéndome creer que estaba muerto. Había mantenido relaciones sexuales con mi medio hermana y me habla enamorado de Thomika, hermana también. La miré sabiendo que nuestra felicidad se había desvanecido en el aire como un globo que estalla. Aneia nos besó a ambos en la boca y volvió al palacio, cerró la puerta con lentitud y aún pude oír sus pasos alejándose hacia el interior del edificio. Thomika se echó en mis brazos llorando, inundando mi alma de tristeza.
‑ Yo te quiero... ‑ dijo.
‑ Yo también te quiero, hermana.
Se apartó de mí furiosa, con la cara mojada por las lágrimas, brillando al sol.
‑ ¡No soy tu hermana!, ¡no quiero serlo! ‑ su voz sonó como si no estuviese cuerda. Creo que todos estábamos un poco locos. Tardó bastante en calmarse, y cuando lo hizo nos alejamos caminando hacia el oeste, cogidos de la mano, como dos buenos... hermanos.
Llevábamos varias horas caminando cuando Thomika se detuvo junto a un baobab.
‑ Estoy cansada ‑ dijo dejándose caer.
Me senté a su lado y perdí la vista en el espacio infinito de la pradera de Neith.
‑ ¿Estás bien? ‑ preguntó Thomika señalando las vendas.
‑ Sí, sí...
‑ ¿Te duele?.
‑Un poco.
Me quitó la venda y dejó al descubierto la redonda cicatriz del hombro. Estaba muy cerca de mí, demasiado cerca, su aliento húmedo acariciaba mi mejilla. La agarré del pelo y ella se quedó quieta, estática, intentó besarme, pero desvié la cara lleno de dudas.
- sabes que ya nada será igual.
- Lo sé.
Allí sobre la hierba, el cielo acogió nuestros pensamientos, y el aire pasó sobre nosotros sin apercibirse de nuestra presencia. Eramos tan pequeños para una pradera tan grande.
F I N