viernes, 18 de mayo de 2007

SUEÑOS DE UNA NOCHE DE AGOSTO


SUEÑOS DE UNA NOCHE DE AGOSTO


Era como el vuelo rasante de un avión sobre un inmenso trigal amarillo. Yo era un pájaro, volaba sin esfuerzo, planeando suavemente como resbalando sobre aquella amarillez ininterrumpida, sintiendo en mi piel el aire caliente, deslizándose como una caricia.
Un gran estruendo inundó mis oídos de ave, habían nacido dos volcanes junto a mí, expulsando torrentes de lava incandescente de color rojo abrasador. Me elevé asustado, sin mover una pluma, mientras a mi lado silbaban rocas eruptivas a alta velocidad. Salí del infierno y contemplados desde tan arriba, eran como dos puntos rojos en medio del trigal, apenas se oía el estruendo, casi se podía decir que no se oía. No estaba seguro de oírlo, así que fui descendiendo lentamente en el silencio amarillo del trigo. Los dos puntos rojos no eran ya volcanes, eran dos flores rojas muy parecidas a las amapolas, pero más redondas. Me posé levemente en el tallo de una de ellas, que se bamboleó ligeramente con mi minúsculo peso sin quejarse. Eran las dos flores más hermosas que nunca había visto entre el trigo dorado y me producían un calor asfixiante.


Desperté temblando, me di la vuelta en la cama y tropecé con Ana. Eran las seis de la mañana y hacía fresco, me levanté y cerré la ventana. Iba a acostarme otra vez cuando me fijé en ella, era tan hermosa. Sólo tenía puestas unas pequeñas bragas blancas con lo cual, su pecho se ofrecía mansamente a mis ojos. Era una visión muy agradable ver aquellas dos manchas rojas en su piel, parecían dos flores rojas en un trigal amarillo. Me acerqué y bese una flor suavemente.
Ana abrió los ojos con pereza.
‑ ¿Qué haces?.
‑ Besando una flor...
‑ ¿Eh?.
‑ Nada.
Me refugié a su lado con el sueño golpeando mis sienes. Ella se abrazó a mí y el contacto de sus flores me quemó.
‑ Tengo frío ‑ su voz era sensual y cariñosa.
La apreté contra mí y eché la sábana sobre nuestros cuerpos. El sueño perdió nuestras mentes en inútiles visiones y agotadoras aventuras, imposibles, pero bellas.


Ella, coronada de margaritas, sonreía tumbada en la hierba de una inmensa pradera verde, sus dos flores rojas del pecho, parecían brillar al sol como dos cristales de rojo rubí. Me llamaba con los brazos extendidos, ofreciéndoseme dócilmente, como una gata que busca las caricias de su dueño.
Cuando iba a tocarla se disolvió en un puñado de trigo ambarino. Entonces me vi montado en un caballo, cabalgando por una estepa árida, sentía en mi cuerpo el roce, del metal de la armadura. La pesada espada de acero, golpeaba rítmicamente mi muslo izquierdo, al compás del trote del caballo.
En el horizonte, un castillo se alzaba en una pequeña colina, como el diente amarillo y solitario de un anciano. Aquel parecía mi destino, pues tras galopar una hora el caballo se detuvo en la entrada. Alguien desde las almenas, me habló rudamente.
‑ ¿Quién sois vos y dónde vais?.
La respuesta salió de mí casi instintivamente.
‑ Abre rufián, ¿no ves que soy el Caballero de las Dos Flores?.
El villano saltó asustado.
‑ Perdonadme Caballero, no le había reconocido tan lleno de polvo como venís...
‑ Vengo del fin del mundo, bellaco.

El puente levadizo bajó hasta cubrir el foso. Mi caballo lo cruzó tamborileando en la madera con sus cascos, haciendo saltar astillas al agua. En el patio de armas me esperaba mi buen amigo Don Gonzalo, El Caballero de la Marca Blanca, con su enorme sonrisa y su no menos enorme barriga. Nada más verme hizo sonar toda mi armadura con su fuerte risa.
‑ Jo, Jo, Jo, amigo ¿de dónde diablos venís?, ¿de las cruzadas?, ¿o es cierto que venís del fin del mundo?. Me alegro de veros, esta noche vamos a preparar una suculenta cena, de esas que a vos
os gustan...
‑ ¡Dejadme hablar! ‑ corté ‑ ya veo que seguís tan gordo y parlanchín como siempre...
‑ Pero, bajad del caballo ‑ dijo interrumpiéndome de nuevo y acariciándose la barriga ‑ esta barriga es producto de la ociosidad, llevo casi un año sin un mal moro que llevarme a la espada.
Bajé del caballo y me acerqué a él.
‑ ¿Y vuestra esposa? ‑ pregunté con cortesía.
‑ Bien, bien, luego la veréis, ahora venid a las caballerizas, vais a ver el mejor caballo alazán que...
Aturdido por su inagotable verborrea, le seguí, aunque realmente lo único que deseaba ver en aquel instante, era una tina llena de agua y un venado oloroso acompañado del vino de la bien
surtida bodega de mi anfitrión. Casi oscurecía cuando logré librarme de él y perderme por los corredores de la fortaleza. Encontré un chico que dormitaba junto a una puerta.
‑ Chico, despierta.
El muchacho dio un respingo, se puso en pie y se inclinó en una prolongada reverencia.
‑ ¿Dónde hay agua para lavarme?.
Me miró un poco perplejo.

‑ ¿Lavaros, señor?.
‑ ¡Diantre de chico! ¿es que aquí no os laváis nunca?.
‑ Sí señor, enseguida tendréis el agua, venid conmigo...
Una hora después, estaba limpio y sin armadura, lo único que me quedaba era una poblada y luenga barba. Me dirigí al salón solemnemente, allí estaba mi amigo bebiendo una copa que auguraba buen vino.
‑ ¿No vais a dejar vino para mí, viejo tonel?.
Me miró sorprendido.
‑ ¡Diablos!, no parecéis el mismo, jo, jo, jo, parecéis uno de esos remilgados cortesanos.
De improviso todos giramos la cabeza hacia una de las puertas. Era la esposa de mi anfitrión. Me acerqué a ella y le cogí la mano, era bellísima, siempre la había amado, pero ese sentimiento lo ocultaba en lo más profundo de mi corazón.
‑ Doña Ana ‑ dije inclinándome para besarle la mano.


Todo el espacio se volvió blanco, blanco como las sábanas. Me di cuenta de que estaba besando algo.
‑ ¿Desde cuándo me llamas Doña Ana?.
‑ Estaba soñando ‑ dije soltando su mano.
‑ ¿Qué hora es? ‑ preguntó bostezando.
Miré el reloj en la semipenumbra.
‑ Las nueve y cinco ‑ dije ‑ ¿nos levantamos?.
‑ ¡Ni hablar!, hoy es domingo, ¿no sabes que los domingos cierran las fábricas?‑ se dio la vuelta.
‑ ¡Eh!.
‑ ¿Qué?
‑ Mira para aquí.

Se dio la vuelta.
‑ Te quiero Doña Ana ‑ dije burlón.
‑ Idiota ‑ dijo medio sonriendo.


Un montón de luces rojas y verdes parpadearon casi al mismo tiempo en el tablero de control. Comprobé todos los sistemas, pero no encontré avería ni deficiencia en el funcionamiento de la nave.
‑ Ana ‑ dije ‑ mira esto.
Ana se acercó lentamente, flotando en aquella baja gravedad y se inclinó sobre mí.
‑ ¿Qué es?.
‑ Parece una nave de guerra.
‑ En esta parte de la galaxia no hay ningún mundo habitado, por lo menos no viene indicado en los mapas de navegación.
‑ Ya lo sé pero... ‑ hice un gesto de duda.
Cogí la radio e intenté comunicarme con aquella nave extraña y la respuesta fue inmediata, una gran explosión hizo retumbar la nave, arrojándonos al suelo con violencia.
‑ ¡Nos han dado! ‑ gritó Ana.
‑ No, todavía no...

Me levanté y maniobré con rapidez, alejándome a toda velocidad de aquella zona, pero fue inútil, todo el espacio pareció llenarse de aquellas naves amenazadoras, dejando un estrecho pasillo. Avancé por él a toda velocidad, parecía que querían llevarme a algún sitio. A los veinte minutos apareció un pequeño planeta gris.
‑ ¿Qué planeta es ese?‑ preguntó Ana.
‑ Buena pregunta ‑ respondí ‑ pronto lo sabremos, parece que quieren que descendamos en él.
El diminuto planeta se hizo cada vez mas grande. Abrí los ojos estupefacto.
‑ Es Rhoda...
‑ ¡¿Qué?!.
Di un brusco giro de casi noventa grados, esquivando las naves que nos rodeaban.
Ana me zarandeaba.
‑ ¿Que haces?, estás loco, nos vas a matar.
‑ Déjame.
Me zarandeaba aún con mas fuerza.



‑ Déjame.
‑ Son las doce, ya es horita.
Me estiré bajo las sábanas, cargadas de sueños y desengaños, cargadas de sudor y lágrimas. Ana se levantó, era una simple mujer, pero era parte de mí, ella despertaba en mí la vida, el deseo y la emoción.
‑ No dejas dormir a nadie.
‑ ¿Quién...yo?
Me miró sonriente, la luz que entraba por la ventana la hacía brillar como si fuera una diosa. La noche había acabado y con ella se difuminaron todos mis sueños. La realidad de mundo no podía compararse con las fantásticas aventuras que mi mente fabricaba todas las noches.


Esta es la lágrima
esa que sólo es pena
de que la vida
no tenga marcha atrás.
Es lágrima clara
y salada como el mar
pero el mar
no sólo es azul
también es negro
no solo es playa
también es abismo.



F I N

martes, 15 de mayo de 2007

EL SUEÑO DEL HOMBRE SOLITARIO (Relato)

EL HOMBRE SOLITARIO


VIVENCIA

Yart desmontó del caballo con lentitud, miró alrededor y dio un resoplido que podía interpretarse como desesperación. Un paisaje rocoso lo rodeaba con agobio. El calor había hecho mella en su cara, y sus labios presentaban grietas dolorosas y resecas. Cogió la vieja cantimplora abollada que siempre llevaba colgada al hombro y agotó el sorbo de agua que contenía. Después de mirarla largo rato la tiró hacia atrás. Rebotó produciendo un sonido desagradable y quedó encajada entre unos matorrales espinosos. Llevó el caballo a la sombra de un pequeño y mustio árbol que crecía allí cerca y lo ató.

‑ Lo siento, para ti no hay agua ‑ dijo en voz baja.

Sacó unos mendrugos de pan de las alforjas y se sentó junto al árbol, apoyando la espalda en el tronco. El pan duro y negruzco crujía bajo sus fuertes dentelladas de hambre y necesidad.
El Sol se tornaba rojizo por momentos, al caer hacia el horizonte y la sombra del árbol se alargaba cada vez más, haciendo que sus ramas proyectadas en tierra parecieran los dedos de algún animal monstruoso.

Yart se quedó dormido con las primeras sombras de la noche. Su sueño era ligero y nervioso, cada rama que crujía lo desvelaba, cada silbido del viento lo alertaba. Pero el cansancio, poco a poco le fue venciendo y a las pocas horas dormía profundamente.

Cuando amaneció algo frío en la cara lo despertó y al abrir los ojos vio a un hombre con un rifle apuntándole al rostro.

No se movió ni un centímetro.

‑ ¡Arriba! ‑ gritó el desconocido.

Yart se levantó despacio, mirándole a los ojos, esperando un parpadeo, una duda, una vacilación. No se produjo y la presión del cañón del arma en su mejilla no varió lo más mínimo.

El viento fresco de la mañana se cruzaba entre ellos.
Yart se decidió a hablar.

‑ Sólo soy un vagabundo, no tengo nada.

El otro lo miró entre perplejo y burlón. Pareció apretar los dientes para hablar.

‑ ¿Cómo te llamas?.
‑ Yart.
‑ Me hueles a carne humana, cerdo. Estás harto ¿verdad?.

El rostro de aquel hombre estaba lleno de ira contenida, su mal afeitada barba y su rostro quemado por el sol le daban un aspecto horrible.

Algo en Yart se calmó, las palabras que acababa de oír le daban a entender que no era uno de esos sanguinarios caníbales que rondaban por todas partes. Sacó una tarjeta roja del bolsillo de su chaquetón de cuero y la mantuvo en el aire un momento. El otro la cogió y después de leerla detenidamente, como si no creyera lo que veía, bajó el arma. Yart pensó en que era la ocasión de lanzarse contra él, golpearle y salir huyendo, pero no se movió.

El desconocido sacó una tarjeta roja del dobladillo del pantalón y se la ofreció. Yart la cogió y la leyó. El desconocido ya tenía nombre, era Kantkhe Amhli, Doctor en Ingeniería Química. Su lugar de origen estaba muy al sur, en el foco más acusado de hambre y canibalismo. Kantkhe habló en tono tranquilo.

‑ Es difícil encontrar a alguien civilizado y menos a un físico nuclear de la capital.
Yart intentó sonreír sin conseguirlo, los labios resquebrajados le atormentaban.

‑ ¿Tienes agua?.
‑ Ven conmigo ‑ dijo Kantkhe.

Siguió a su colega durante un trecho y vio asomar detrás de unas rocas el perfil de un jeep.
‑ ¡Diablos! ¿De dónde lo sacaste?.

Kantkhe sonrió e hizo un gesto con la mano que no dejaba lugar a dudas sobre su procedencia. Sacó una garrafa de debajo del asiento trasero y se la ofreció. Yart bebió un largo trago.
‑ Monta ‑ dijo Kantkhe, subiendo al jeep ‑ juntos tenemos más posibilidades de seguir con vida.
‑ ¡Mi caballo!
‑ ¿Para qué sirve ese penco? ‑ dijo Kantkhe perplejo.

Yart miró pensativo su flaco caballo, le había cogido un poco de cariño y lo siguió con la mirada mientras el jeep se alejaba entre las rocas. El campo corría veloz bajo ellos. Se dio cuenta de que en la parte de atrás había latas de gasolina, agua, comida y otras cosas, como cadenas, tubos, botellas. Escondidos bajo los asientos había dos rifles y un revólver, con munición para todos ellos en abundancia. Eso era estar armado hasta los dientes. Él había intentado conseguir un arma durante año y medio, aunque fuera una carabina de aire comprimido y no lo había conseguido. La ciencia estaba a un precio exorbitante o imposible.

Kantkhe le contó como buscaba pueblos donde hubiera poca gente y robando lo que podía iba tirando adelante. Por la despensa que llevaba atrás no le iba mal.
Yart miró a su compañero y le preguntó.

‑ ¿Has oído hablar de Mimmeat?
‑ ¿Mim... qué?
‑ Nada, olvídalo.

SUEÑO PRIMERO


Sin saber cómo Yart se encontró en una larga calle sin asfaltar. Era de noche y un viento frío acuchillaba su espalda. Todas las puertas estaban cerradas. Iba caminando por la mitad de la callejuela cuando un letrero le llamó la atención. Decía sencillamente:

Se vende amor para jugar a ser real
Sólo para desesperados

Algo le impulsó a repetir en voz alta su mensaje. “¿Seré yo merecedor de ese amor? ¿Estaré desesperado?” pensaba mientras miraba la pequeña y estrecha puerta que había bajo el letrero.
Se acercó y golpeó tres veces con los nudillos. Ningún ruido perturbó el silencio sepulcral que procedía del interior de la casa. El frío que antes le azotaba con violencia ya no lo sentía. Algo dentro de la casa parecía atraerlo y sin pensarlo dos veces, asió el picaporte y abrió la puerta. Entró y volvió a cerrar. Un largo pasillo en penumbra lo acogió con frialdad. En el vano de una pequeña puerta del fondo una menuda figura de pelo largo y ojos oscuros lo miraba desde otro mundo.

‑ ¡Ven...!.

Se fue acercando a ella con lentitud y cuando estuvo cerca la vio con claridad, era una mujer joven, de aspecto pensativo y triste. Quizás daba un aire de oculta timidez.

‑ Quiero comprar tu amor ‑ le dijo con voz extraña y llena de matices ‑ ¿qué pides?.
Ella le respondió con una sola palabra.
‑ Pasa.

Se apartó a un lado y cuando él penetró en la estancia, pasó tras la puerta y la cerró.
Yart observó la pequeña habitación, era gris y húmeda, repleta de trastos antiguos cubiertos de un óxido rojizo y verde. No pensaba en nada, sólo miraba alrededor, mientras ella sentada en la cama lo miraba con una ligera sonrisa.

‑ Me llamo Yart, ¿y tú?.
‑ Mhía ‑ dijo ella sin apenas mover los labios. Labios.
‑ Mhía ‑ repitió él.
‑ ¿Por qué estás conmigo? ‑ inquirió ella.
‑ Me gustas. No sé porqué, pero me gustas.
‑ Estás casado...

Yart ignoraba cómo aquella mujer podía saber ese detalle, por un momento sospechó que ella debía saber muchas cosas sobre su vida.

‑ Sí, pero tú me gustas.
‑ ¿Y esa otra mujer?.
‑ Ahora sólo pienso en ti.

Ella se miró las manos con tristeza, como intentando alejar un mal pensamiento, una ola de tristeza asomaba a sus ojos, como intentando perseguir un sueño.
‑ ¿Has cenado? ‑ preguntó con sus ojos tristes. Ojos.

Ella, vestida con un pantalón vaquero y una ligera camisa a cuadros rojos, se echó encima de la cama.

‑ Sí, gracias ‑ era mentira, hacía tiempo que no cenaba, dos comidas diarias era demasiado lujo.
Yart vestido se tumbó a su lado, haciendo chirriar todos los muelles del somier. Mhía apagó una pequeña lámpara que había encima de la mesilla y todo quedó en penumbras, sólo se veían fantasmagóricas sombras que se cernían sobre él como amenazas.

Yart intentó dormirse, pero no lograba pasar de un incómodo duermevela. A veces ella, al cambiar de postura, lo rozaba ligeramente y él estuvo tentado de abrazarla y besarla con todo el amor que tenía que dar. Estaba desesperado.

‑ "Estoy desesperado" ‑ pensó.
En ese momento Mhía se dio la vuelta y acercando sus labios a los de él, lo besó con suavidad. Sintió el abrazo de ella con fuerza, hasta casi hacerle daño.

‑ Me gustas ‑ le dijo.
‑ No hables ahora ‑ respondió Mhía.
‑ Lo siento – respondió en un hilo de voz
‑ Miras a todo con ojos de amor – dijo ella en un susurro.

Yart no se extrañó de esta observación, estaba enamorado de los sueños, por eso lo miraba todo con ojos de amor. Ya parecía pasar la desesperación y empezaba a ser feliz.


VIVENCIA



Un adiós resonó en su mente. El rostro quemado y la pelicorta barba hirsuta de Kantkhe estaban frente a él.
‑ ¿Te pasa algo?.
Yart hizo un esfuerzo y respondió con voz casi ahogada.
‑ Estaba soñando.

El jeep devoraba el polvoriento camino con avidez, levantando una gran nube de polvo. Empezaba a ser un desesperado. El ruido del motor ahogaba pensamientos y deseos, dejando las mentes relajadas y adormecidas. En una curva, de improviso, apareció un pueblo pequeño y con aspecto primitivo. Kantkhe frenó poco a poco al tiempo que con nerviosismo se apartaba y ocultaba el vehículo junto a varios árboles caídos sobre unas rocas.
Se miraron un instante.

‑ Vamos a acercarnos ‑ dijo Kantkhe.
Se acercaron con cautela, ocultándose entre los arbustos resecos y espinosos, hasta que llegaron a una cerca de piedra que se alzaba junto al pueblo. Desde allí vieron algunas personas que caminaban entre las calles.

‑ No parecen caníbales ‑ observó Yart. Al otro lado del muro de piedra crecían unas pequeñas plantas cultivadas. Debían ser comestibles.
‑ Mira Kantkhe, eso debe comerse, si pudiéramos robar algo.
‑ Son habas, eso largo que crece entre las hojas es comestible, coge lo que puedas, yo iré a esa otra huerta que hay a la izquierda, eso rojo parecen tomates.

Se separaron y caminando medio agachados cada uno se dirigió a su objetivo. Preciado y escaso objetivo. Yart se detuvo junto a una abertura en el muro, miró alrededor con un poco de miedo y acarició un momento el revólver que llevaba en la cintura. De un salto entró y fue llenando de habas una vieja bolsa de plástico de hipermercado. Las cogía con tirones rápidos y nerviosos levantando la cabeza de vez en cuando.
El sol apretando sobre el suelo hacía arder las suelas de sus botas. El sudor le caía sobre la frente y en pequeñas gotas llegaban resbalando hasta la punta de la nariz, donde caían intermitentemente al suelo. La camisa se le pegaba a la espalda. Todo alrededor parecía impedir su acción. La vista se le nublaba a veces y temía que el mareo típico del calor y la luz fuerte se apoderaran de él. No se sentía tranquilo, y no sólo por la posibilidad de que lo sorprendieran, sino porque creía que le estaba quitando el alimento a alguien. Quizá estuviese asesinando con el hambre a algún niño, a alguna familia. Estos pensamientos le hicieron detenerse un instante. Cerró los ojos jadeando.

‑ ¡Yart!.
Alguien lo había llamado. Conocía la voz y no era la de su amigo, por eso no abrió los ojos inmediatamente. Conocía demasiado a la dueña de esa voz.

SUEÑO SEGUNDO

Yart levantó la cabeza y observó la figura de Mhía.
‑ Mhía ‑ dijo con voz ronca.
Se acercó a ella y todo alrededor cambió de forma y de color.

Una gran catedral los rodeó en silencio. Cogió la mano de Mhía y al sentir su piel su cuerpo experimentó una descarga de paz y amor. Salieron de la catedral con pasos lentos, mirándose a los ojos. Ojos brillantes de Mhía. Se detuvieron en la gran puerta y sus cuerpos se acercaron. Y sus labios se acercaron. Caminaron por calles delimitadas por altos edificios antiguos y sin color. Acarició su pelo largo y suave. Entonces un gran campo de tintes verdes y amarillos apareció ante ellos.

‑ Todo esto ‑ comentó él ‑ era de mi abuelo. Si no lo hubiese perdido en las tabernas y casas de juego ahora sería nuestro.
‑ Tuyo – dijo Mhía en voz baja, casi inaudible.
‑ ¿Eh?
‑ Nada, nada.

Siguieron caminando y se detenían cada momento a admirar bellos paisajes y extraños edificios. Una de las veces que se detuvieron sintió que ella se alejaba. Algo se interponía entre ellos. La distancia maldita. Estaba allí y la abrazó, pero la sensación de que estaba lejos no se le iba de la mente. Ella lloraba. No quiso preguntarle la razón, todo le parecía doloroso, todo parecía apagado, como un día de invierno cubierto de nubes. El ambiente sugería recogimiento pegajoso. Ellos sólo se abrazaban con tristeza en completo silencio. Yart intentó decir dos palabras solamente, pero no lo consiguió hasta sentir el sollozo de ella anidar en su alma.

‑ Te quiero.

Su propia voz le había sonado a mentira, a falsedad. Eran ocho letras que sólo encierran un significado amplio y difuso y no un sentimiento específico y restringido.
‑ “Lo que siento por ti es algo más que un sentimiento” ‑ pensó.
‑ Más que un sentimiento ‑ repitió ella al leer sus pensamientos en el interior de las pupilas de sus ojos.
Todo lo nublado del día se esfumó y el sol lanzó sus rayos iluminándolo todo con dolor.

VIVENCIA


Yart abrió los ojos con esfuerzo. Kantkhe lo miraba asustado.
‑ ¿Estás bien?.
No se movió y esperó que Kantkhe le acercara una cantimplora a los labios y le limpiara el sudor de la cara.
Yart se incorporó en el asiento del jeep.
‑ ¿Quién me ha traído?, ¿qué pasó?
Kantkhe sonrió levemente.

‑ Me habías asustado. Como tardabas en llegar me acerqué al muro y recogí las bolsas que llenaste, luego, volví a buscarte y te encontré sin sentido cerca del pueblo, tenías los ojos abiertos y respirabas con dificultad. Al cogerte vi una mujer mirándonos desde una ventana, estuve a punto de dispararle, pero como no se movía te cogí y te traje al jeep.

‑ ¿Cómo era ella? ‑ interrumpió Yart.
‑ No me fijé mucho, sólo me di cuenta de que tenía los ojos brillantes, como si hubiera llorado.
Yart lo miró con una expresión indefinida, entre miedo y sorpresa.
‑ Arranca, vayámonos de aquí ‑ dijo al fin.

Nuevamente en camino, Yart sintió una presencia cerca de él, algo extraño y desconocido que no le dejaba pensar con tranquilidad. El paisaje empezó a variar lentamente haciéndose más húmedo, con más vegetación, menos desértico. El camino se fue perdiendo poco a poco y a las dos horas ni quedaba rastro de él por lo que avanzaron lentamente campo a través.

‑ Se perdió el camino ‑ dijo Kantkhe ‑ ¿dónde vamos?.
‑ Podríamos ir al norte, estoy cansado de tanto calor ‑ respondió Yart.
Siguieron circulando lentamente sobre un pasto corto y casi seco y el aburrimiento hizo que empezaran a hablar del pasado.

‑ Mi abuelo ‑ decía Yart ‑ tenía mucho dinero. Tenía fincas de muchas hectáreas, pero las tuvo que vender cuando la sequía empobreció el mundo. Murió de hambre, mientras otros sobrevivían comiendo carne humana. Mi padre era joven y culto, y sin nada en el bolsillo, sobrevivió de pueblo en pueblo hasta que llegó a Sudáfrica. Allí conoció a mi madre, en el sur tardó más la sequía en quemarlo todo. Cuando terminé la carrera llegó el fin para aquellas tierras. Tuve tiempo de hacer algunas investigaciones sobre la actividad solar.

‑ Es el fin ¿verdad? ‑ preguntó Kantkhe.
‑ El sol está llegando al fin de su existencia y los cambios climáticos son impredecibles, hasta que llegue el momento de que las reacciones de su interior, no soporten el peso de la masa exterior y entonces se colapsará sobre sí mismo. Entonces emitirá radiaciones que asolarán todos los planetas del sistema solar.
‑ Y eso será pronto...‑ vaticinó Kantkhe.
‑ Puede ser mañana o dentro de unos cientos o miles de años. Lo más probable es que cuando ocurra ya no quede vida para presenciarlo.

Kantkhe puso un gesto cansino y aburrido, miró el indicador de la gasolina y paró el jeep. Vació una gran lata en el depósito y continuó la marcha.
‑ ¿Cuánta gasolina queda?‑ preguntó Yart.
‑ Puede que para hacer otros 1500 o 1600 kilómetros.
Yart recordó entonces un gran templo africano que había visitado hacia muchos años.
‑ Kantkhe te voy a contar algo.

Su amigo lo miró un instante y siguió conduciendo.
‑ Cuando recorría África, oía algunas leyendas sobre el templo de la diosa Mimmeat, todas fantásticas y extrañas, algunas decían que era una mujer que vino de las estrellas. Estuve haciendo preguntas y al cabo de algunos meses encontré unas ruinas que los nativos llamaban “la casa del estruendo celeste”. Este nombre me sugería que podía tener relación con el templo de la diosa Mimmeat, así que cogí un pico y una pala y me puse a escarbar aquí y allá esperando encontrar algo de valor para venderlo a algún coleccionista. Siempre me había gustado el arte y más si era de una civilización de la que nunca había oído hablar.

‑ ¿Qué civilización era esa? ‑ preguntó Kantkhe sonriendo.
‑ Era el pueblo celeste, según los indígenas tenían la propiedad o el don, como quieras llamarlo, de transfigurarse y presentar distintas formas. Incluso podían transformarse en animales u objetos.
‑ Un poco raro ¿no? ‑ dijo Kantkhe irónicamente.

Yart se sintió un poco molesto con su amigo. No obstante continuó con su charla.
- Bueno, el caso es que removiendo piedras encontré signos de construcciones y en el centro de todas estas construcciones hallé una piedra en la que se veían inscripciones, empecé a escarbar alrededor basta que dejé al descubierto una figura extraña. Era una gran rueda con cinco radios detrás de los cuales había grabados unos ojos brillantes. Me asusté porque parecieron pestañear un par de veces, me retiré un poco creyendo que sería el calor que me había hecho ver lo que no había.
Entonces ocurrió algo que no se me olvidará jamás, oí una voz dentro de mi cabeza que dijo: “Me encontrarás sin saberlo y cuando llegues al fondo de mi espíritu me conocerás...

Kantkhe interrumpiéndolo siguió hablando ante la sorpresa de Yart.

- ... porque yo soy Mimmeat, diosa de hombres y mujer de espíritus. El odio me hundió en la tierra. Sólo el amor de un hombre puede hacerme revivir. Tú me ayudarás a reinar de nuevo en el mundo. Yo me convertiré en mujer para que me ames, seré tu sueño, seré Mhía”

Yart miró a Kantkhe asombrado.
‑ ¿Cómo puedes saber...?, ¿quién eres...?.
Kantkhe sonrió, su pelo parecía mas largo y su cara se volvía más clara, perdía ángulos y parecía formar nuevas curvas. Se transformaba. Yart observó sus ojos brillantes y supo quien era Acarició su pelo.
‑ Mhía, ahora te conozco.
‑ Tenemos mucho que hacer y poco tiempo.
El jeep rodó a toda velocidad por la sabana solitaria, perdiéndose en la lejanía.



F I N

lunes, 14 de mayo de 2007

EL ACCIDENTE (Relato)


EL ACCIDENTE



‑ Antonio, ven.
Una gran carcajada le respondió. La figura de Maribel se balanceó en la pista, y un ligero viento del Sur onduló sus vestidos. Antonio se acercó sonriente mientras en el horizonte unos pequeños atisbos de luz indicaban el inminente amanecer. La gran pista de aterrizaje ofrecía un aspecto desolador y todos sus edificios permanecían a oscuras, incluida la torre de control.
‑ ¿Por qué te reías? ‑ preguntó Maribel con una media sonrisa.
‑ Tu figura me parecía cómica ‑ dijo cogiéndola por la cintura unos momentos.
Maribel señaló algo en el suelo, un bulto arrugado y sin forma sobresalía del polvoriento asfalto. Antonio lo cogió con cuidado y lo examinó un buen rato.
‑ Parece un pañuelo ‑ dijo mirando ensimismado el extraño trapo azul ‑ y tiene unas iniciales "S" y "G" bordadas.
‑ Sí, un bonito pañuelo azul y es de señorita ‑ lo cogió de un tirón y echó a correr riendo.
‑ Maribel.
‑ Alcánzame si puedes ‑ su voz aguda resonó en los hangares vacíos y abandonados.

Antonio con gesto cansado dio media vuelta y se dirigió a la pequeña avioneta que los había traído allí. La miró unos instantes, siempre había pensado que la hélice parecía demasiado grande para aquella pequeña avioneta roja. Subió a la cabina, se acomodó lo mejor que pudo y encendió un cigarro. La claridad había aumentado de forma visible y los edificios del aeródromo producían largas sombras sin forma definida. Desde allí no veía a Maribel por ninguna parte. Era demasiado juguetona para su gusto, siempre estaba riéndose o gastando bromas y la situación no era para muchas bromas, y menos para reírse.

El humo concentrado en la cabina le irritaba los ojos, abrió una rendija de la ventanilla y arrojó casi medio cigarro fuera. Sacó un gran mapa y lo extendió sobre el cuadro de mandos, observándolo con detenimiento. Pensó en los miles de kilómetros recorridos en busca de algo tan sencillo como era la vida. Su mente se volcó en los agradables días en que podía ir al cine, a la discoteca, a la Universidad...
Hacía cinco largos años de aquello y él sabía que nada había cambiado en él, era el mismo físicamente, no había envejecido nada. Una vez se lo hizo notar a Maribel y su respuesta fue, como siempre, una carcajada y un simple "que tontería". La situación era desesperante y sin embargo ellos parecían divertirse viajando por extraños países, excepto cuando a él le daba por pensar, entonces se daba cuenta de la absurda situación en que se encontraban. Recordó como cinco años antes iban a la Universidad en su coche. Era extraña la perfección con que recordaba los detalles. Veía la carretera deslizándose a gran velocidad bajo el automóvil. Súbitamente un camión se cruzó en la carretera. Antonio había dado un gran frenazo pero no logró detener el vehículo. El camión pareció aumentar de tamaño de una forma impresionante y cuando llegó el momento del impacto el camión pareció desaparecer. Bueno, en realidad no desapareció, simplemente lo atravesaron como si fuera una imagen de cine o algo así.
Ese momento le era doloroso recordarlo. Cuando bajaron del coche y se acercaron al camión no había nadie, y todos los vehículos de la calzada estaban vacíos e inmóviles. Llamaron a la policía y nadie descolgó el teléfono. Siguieron hasta la Universidad y no encontraron a nadie. Todo estaba lleno de polvo y de matojos salvajes creciendo entre las grietas del cemento. Maribel había llorado durante muchos días, eso quizás le dio las fuerzas suficientes para tomarlo con la calma con que ahora se lo tomaba. Eran ya cinco años buscando una persona, un animal, alguna vida que no fuese la hierba o los árboles. No vieron ni un pájaro, ni una mosca, ni un gusano.

El Sol empezaba a darle en los ojos, bajó una sucia visera del techo y la ajustó para que no le deslumbrara el ardiente y molesto reflejo. Hizo una cruz en el mapa.
‑ Marruecos ‑ murmuró entre dientes ‑ ¿dónde, Dios mío? ¿Dónde vamos ahora?
Se acordó del pañuelo, estaba limpio, parecía que lo habían dejado caer hace poco. Algo interrumpió sus pensamientos. Una cara lo miraba por la ventanilla, una cara negra. Desapareció. Antonio, de un salto abrió la portezuela y cayó a la pista, quedó inmóvil, electrizado, el corazón le latía con fuerza. Recorrió con la vista el aeródromo, casi sin respirar. ¿Dónde diablos estaría Maribel?. Siempre igual. Estaría por ahí, tumbada en cualquier sitio, descansado, ignorante de lo que acababa de ocurrir junto a la avioneta. ¡Un negro!, estaba seguro de haberlo visto.

Una sombra se metió en uno de los hangares, él se quedó un rato mirando, esperando verlo salir de nuevo. Retrocedió unos pasos y sacó un rifle de la avioneta, cargando con rapidez un cartucho en la recámara. Se acercó lentamente a la gran puerta semiabierta del hangar. Con pasos de gato se situó junto a uno de los laterales. No sabía si se enfrentaría con alguien hostil, pero por si acaso prefería desconfiar, era más seguro. De todas formas era la primera cosa viva que veía desde aquel triste suceso.

Tenía el borde de la puerta a menos de medio metro y dentro se oían pasos y ruido de agua, como un chapoteo. Dio un salto y con el rifle por delante se plantó en mitad de la puerta, el dedo en el gatillo estaba rígido y a punto de disparar. Maribel lo miró un momento perpleja mientras se lavaba la cara del tizne negro que la cubría y después estalló en una gran carcajada. Antonio la miró con asombro y bajó el rifle, tenía que habérselo imaginado, era típico de ella, una de sus poco afortunadas bromas. Y las de aquel tipo le gustaban menos que ninguna. Maribel se reía histéricamente.

‑ ¿Te he asustado?...
Antonio se acercó a ella y le propinó una fuerte bofetada, ella dejó de reírse y lo miró sorprendida.
‑ ¿Crees que esto es un juego?, ¡eh! ‑ dijo agarrándola por un brazo y zarandeándola con fuerza.
Maribel tenía lágrimas en los ojos mientras lo miraba con miedo, nunca lo había visto tan furioso.
‑ No me vuelvas a pegar, por favor ‑ su voz sonaba a exigencia más que a súplica y Antonio lo notó.

Sonrió irónicamente para responder.
‑ ¿Me amenazas?.
‑ No, es que estoy embarazada.
A Antonio se le quedó helada la sonrisa. La cogió con cuidado, por los hombros.
‑ ¿Es verdad?, cariño no me mientas.
‑ Sí, es verdad ‑ dijo ella en un hilo de voz.
La condujo hasta la avioneta y subieron a ella, Maribel lo dejaba hacer.
‑ ¿Dónde vamos ahora? ‑ preguntó viendo como Antonio ponía en marcha el aparato.
‑ Es hora de volver a casa, a España.
Minutos después las elevadas montañas del Altas pasaban bajo ellos.



Ella, tan pequeña, parecía darse cuenta de todo.
‑ Niña... ‑ empezó su madre, pero las lágrimas no la dejaron continuar.
‑ No llores tonta, el cura me ha dicho que allí estaré mejor, y que habrá muchos niños como yo para jugar.
El médico levantó a la mujer que estaba arrodillada llorando junto a la cama.
‑ Vamos señora, tenga valor ‑ apenas le salía la voz del cuerpo.
La niña levantó una mano.
‑ Mamá, quiero mi regalo de cumpleaños, me lo guardaste en el cajón, y no me lo quites nunca más ¿vale? ‑ su voz tan dulce no parecía estar tan al borde de la muerte.
‑ Sí hija, nunca te lo quitaré.
La niña lo guardó en su pecho, después de mirarlo con la ilusión pintada en el rostro.





Hacía un día de frío intenso cuando avistaron el aeropuerto militar de Talavera la Real. Con una maniobra perfecta la pequeña avioneta roja tomó tierra, levantando una gran nube de polvo. Maribel miraba a Antonio como con gesto nervioso apagaba el motor.
‑ Aquí estamos otra vez.
‑ Sí ‑ dijo Antonio ‑ aquí estamos otra vez, y todo parece igual.
‑ Antonio.
‑ ¿Qué?.
‑ ¿Me perdonas si te digo algo?.
Antonio la miró con sorpresa, no demasiada, ya no lograba sorprenderlo casi nada.
‑ Una vez me pegaste y te dije que estaba embarazada.
‑ ¿Y qué?.
‑ No lo estoy, me asustaste y no quería que me pegaras otra vez ‑ dijo Maribel para defenderse.
Antonio con mirada ausente abrió la portezuela y dejó que el aire frío entrara en la cabina.
‑ Maribel, Maribel... ‑ dijo ‑ ¿cuando cambiarás?.
‑ Lo siento, sé que me porté mal.
‑ Antes no eras así ‑ la miró como si examinara su rostro.
‑ Tu tampoco.
‑ Tienes razón ‑ dijo abrazándola con ternura. Pensó que ambos eran diferentes desde aquello. Habían hecho planes para casarse y ahora en esta nueva situación era imposible, sonrió para sus adentros, su novia sería siempre su novia. Le parecía que llegaría un momento en que ya no sabría como tratarla para no herirla.

Por fin, bajaron de la avioneta y se dirigieron a la carretera que pasaba junto al aeropuerto.
‑ Todo sigue igual que hace cinco años ‑ dijo Maribel, mientras caminaba por el asfalto.
‑ Sí ‑ respondió Antonio ‑ faltaban unos meses para los juegos olímpicos de Moscú. Me los perdí. Nadie rió el chiste.
‑ ¿Que día es hoy?
‑ Nueve de enero de mil novecientos ochenta y cinco ‑ Antonio lo dijo con ligereza como si recitara un verso. Quedó un momento inmóvil y miró con rapidez su reloj. Las 6'05 de la mañana.

Miró a Maribel con sorpresa.
‑ ¿No lo ves? ¡Es hoy!... ‑ parecía fuera de sí.
‑ ¿El qué?‑ preguntó ella mirándolo con extrañeza, casi pensando que se había vuelto loco.
- Hoy hace cinco años, faltan minutos para el momento, fue a las seis y media ¿no lo recuerdas?.
Antonio estaba excitado. Maribel sonrió ligeramente, en su interior hacía memoria y se daba cuenta de la certeza de la afirmación.

‑ ¿Vas a ponerte macabro ahora? ‑ Quería bromear pero en el fondo sentía miedo.
Antonio la cogió por la mano y la arrastró al interior de uno de los coches abandonados.
‑ ¿Te has fijado? ‑ preguntó ella sobresaltada.
‑ Sí, es nuestro coche, ahora veremos si sigue el camión allí, todavía nos da tiempo de llegar antes del momento justo.
Maribel lo miró, nunca lo había visto así, estaba fuera de sí, estaba completamente obsesionado con la idea de llegar al lugar y ella tenía el presentimiento que algo malo ocurriría.
Arrancó el motor y aceleró haciendo chirriar los neumáticos en la arena que cubría parte de la carretera. Por el retrovisor le pareció ver una pequeña figura que se movía, pero al instante ya no veía nada. Pensó que sería un papel arrastrado por el viento y continuó acelerando.



Susana corrió por la pista del aeropuerto intentando alcanzar el coche.
- Devolvedme mi pañuelo - gritó.
Pero su voz de seis años apenas se sobrepuso al silbido del viento.
- Es mío - dijo sollozando.




‑ Da la vuelta, tengo miedo ‑ dijo Maribel.
‑ Presiento algo y quiero saber que es.
Faltaban seis minutos. Ellos no se daban cuenta pero recorrían la carretera al mismo tiempo que hacía cinco años. Entonces también habían circulado a gran velocidad para llegar a clase a tiempo. Permanecían rígidos, casi sin moverse, mirándose en silencio de vez en cuando.

Faltaban dos minutos.
Al fondo, lejos se veía una curva allí cerca debería estar el camión. Antonio se estiró en el asiento intentando verlo.

Un minuto.
‑ Antonio, detrás de la curva estará el camión.
‑ No lo sabemos.
Varios árboles pasaron a gran velocidad por la ventanilla de Maribel.

Treinta segundos.
‑ ¿Lo ves? ‑ dijo Antonio.
‑ Sí, allí está. ¿Qué hacemos?.
‑ No sé ‑ respondió él con nerviosismo.

Quince segundos.
‑ Vas a mucha velocidad, reduce un poco.
Antonio la miró unos instantes con perplejidad, como si no la entendiera. Después miró el velocímetro, indicaba ciento treinta kilómetros por hora.

Ocho segundos.
Maribel lo miró y dio un grito.
‑ ¡Frena!.

Tres segundos.
El camión se acercó de una forma terrible. AEra igual que la otra vez" pensó Antonio. Pisó el freno con fuerza y las ruedas se arrastraron por el polvo dejando una estela neblinosa.

Un segundo.
La imagen del camión aumentó de tamaño hasta parecer enorme, Antonio se dio cuenta que si sacaba la mano por la ventanilla casi podría tocarlo.

Cero.
Un gran estruendo se produjo y Antonio por un instante lo vio todo rojo. Sintió el metal hundirse en su carne sin dolor.
El coche quedó destrozado. Todo quedó inmóvil y silencioso, giró la cabeza con esfuerzo y miró el cuerpo de Maribel, parecía roto, lleno de sangre, como una muñeca vieja. Alguien gritaba algo a su lado. Vomitó sangre y dijo unas palabras. Todo se oscureció.



‑ ¿Que edad tenía? ‑ preguntó Ana.

‑ Iba a cumplir veintitrés ‑ respondió Inés sollozando.
‑ Yo pasé por lo mismo, también perdí una hija.
Ana cogió una pasta y la mojó en el café con leche, miró como absorbía el liquido y se la llevó a la boca.
‑ Iban los dos a la Universidad y un camión se les cruzó antes de llegar a Badajoz ‑ Inés arrimó un poco la silla y colocó las faldillas de la mesa.‑ Eran novios hacía poco y ya hablaban de casarse, pobrecitos.
Inés volvió a sollozar, un arrugado pañuelo sujetaba las lágrimas que corrían por sus mejillas
‑ ¿Tu hijo dijo algo antes de morir, verdad? ‑ preguntó Ana.
Inés odiaba a aquella mujer que hurgaba sin compasión en su herida.
‑ Sí, dijo algo sobre un pañuelo, no sé más...
‑ ¿Que pañuelo?
‑ No sé, no sé... será el pañuelo que encontraron en el coche, no era nuestro ni de Maribel...
Ana juntó las manos y miró arriba.
‑ ¡Ay! ‑ suspiró ‑ mi niña, mi Susana también tenía un pañuelo, la enterramos con él. Pobrecita nadie pudo abrirle la mano para quitárselo cuando murió. Se dio cuenta de todo. Mi niña.
Inés la miró como si le sorprendiera que alguien sintiese el dolor que ella parecía acaparar. Se levantó y llorando levemente abrió un cajón del mueble.
‑ Pronto hará treinta años que murió ‑ dijo Ana.
Inés puso un pañuelo azul encima de la mesa.
‑ Es bonito, pero no sé que significan estas iniciales,
‑ ¡Susana Gómez! ¡Es el pañuelo de seda de mi niña!.
Inés sintió un escalofrío, vio como Ana se llevaba las dos manos a la boca, mientras miraba horrorizada el pequeño pañuelo azul.

F I N

viernes, 11 de mayo de 2007

EL ÚLTIMO ÁGUILA (Relato)


EL ÚLTIMO ÁGUILA

La oscuridad era completa. Andrés levantó la cabeza y observó un rayo de luz entrando por la rendija superior de la ventana, pugnando por iluminar la habitación sin conseguirlo. Tentó con una mano hasta dar con la cama y se acostó. Temía la oscuridad, era innato en él y todas las noches le ocurría lo mismo. Oyó débilmente el sonido de la televisión en el piso de abajo y, de vez en cuando, el murmullo de sus padres hablando. Deseó fervientemente que pasaran los años con rapidez, sus nueve años le parecían eternos y difíciles. Sentía la debilidad y la indefensión de la niñez. Cerró los ojos y perdió el rayo de luz de la ventana. Intentó dormir, pero el desasosiego interior le impedía conciliar el sueño. Era verano y, sin embargo, se arropaba con la sábana hasta la cabeza, como si la finísima tela pudiese impedir el paso de los monstruos y pesadillas que rondaban su imaginación.
Perdió la noción del tiempo, instalado en un extraño duermevela que no le dejaba descansar. Salió de su trance al oír claramente unos crujidos junto a la ventana. Abrió los ojos y alertó sus sentidos. No se oía nada. Sus padres debían haberse acostado hacía tiempo. Se encogió, con los ojos abiertos, pendiente de cualquier susurro. Entonces lo oyó.
- Socorro... Fue casi inaudible, pero real. Andrés sacó la mano de debajo de la sábana y dio con la llave de la luz de la mesilla. Dudó un instante, pero el miedo le dio un valor extraño. Apretó el interruptor y escondió la mano con rapidez.
La habitación se ofreció a él con plácida tranquilidad. Se levantó sudoroso, hacía mucho calor y pensó en abrir la ventana, pero el temor infantil a lo desconocido le bloqueaba las piernas.
- Socorro...
Dio un paso atrás. La voz venía de la ventana. Algo en su mente intentaba tranquilizarle. Si aquello que había fuera pedía socorro, no podía ser ningún monstruo. Los monstruos no piden socorro. Se acercó con lentitud hasta la ventana y tocó el pomo como si le fuera a dar calambre. Un ruido sordo le hizo retirarla con rapidez. Ahora identificó el ruido con claridad. Era el aleteo de un ave.
-¡Ábreme!, déjame entrar... - dijo una voz aguda.
Andrés alargó la mano nuevamente desde lo más lejos que pudo, y giró el pomo. Un estruendo de plumas y una sombra enorme y negra, se precipitaron en la habitación haciéndole caer de espaldas con las manos sobre su cara. Un viento cálido inundó su piel y el silencio volvió a reinar en la estancia. Sobre el armario un gran pájaro negro permanecía posado con majestuosidad. El niño retrocedió hasta la cama con los ojos muy abiertos.
El gran pájaro movió el pico ganchudo.
- Apaga la luz - su voz era aguda y estridente.
Andrés lo hizo casi maquinalmente y la habitación quedó débilmente iluminada por la luz que entraba por la ventana.
- ¿Quién eres? - preguntó en un susurro.
El pájaro extendió sus alas, llegando casi hasta las paredes con sus extremos. Inclinó la cabeza y pareció mirarse con sus acerados ojos ambarinos.
- Soy un águila.
Andrés pestañeó. “¿Un águila?”, pensó.
- Sí, no temas, necesito de ti - oyó en su mente.
El niño se dejó caer en la cama y permaneció sentado, inmóvil, esperando. En su interior sabía que le bastaba pensar para comunicarse con el águila.
Una mirada profunda del ave rapaz invadió sus pensamientos. Un ahogo le subió a la garganta cuando miles de imágenes comenzaron a surcar sus ojos. Era como si un proyector de diapositivas las pasara a toda velocidad. Su cuerpo permanecía en tensión y su respiración se agitaba por momentos.
Las imágenes, al principio confusas, se fueron aclarando y entonces una gran paz le invadió.


Andrés encogió el estómago e intentó agarrarse a algún sitio. La presión del aire le hizo entrecerrar los ojos. Un alto risco se extendía a su derecha y con un leve giro de plumas se apartó de él. Se abandonó a su nuevo cuerpo, se sentía a gusto en aquella piel emplumada. Un río serpenteaba bajo él, muy debajo de él. Se dejó caer lentamente y pasó rasante sobre el agua. Una maravillosa sensación de libertad inundaba sus sentidos. Su vista divisaba con claridad los pequeños roedores que inocentemente correteaban en las orillas. No merecían su atención. Sus alas blandieron con majestuosidad y fuerza el aire, y su cuerpo se elevó hacia el Sol. Permaneció inmóvil sobre el viento durante mucho tiempo, saboreando la sensación de poder que le embargaba, jamás un niño podría sentir lo que él sentía ahora. Pensó que quizás el águila le había prestado su cuerpo por alguna desconocida razón. Olvidó el águila y se concentró en la magnífica vista que tenía frente a él. Medio mundo estaba a sus pies. Colinas y valles, árboles y maleza, parecían obstáculos nimios. Planeó sobre unas rocas y agitó con violencia las alas hasta posarse sobre ellas. Desde allí dominaba todo lo que alcanzaba su prodigiosa vista. Se dio cuenta de que, en sus garras y en su pico, tenía el destino de los animales que observaba, y este poder no lo dominaba. ¿Qué podía hacer daño a un cuerpo tan poderoso?
Ningún ansia destructiva anidaba en su corazón. Su poder respetaba la vida.
Una suave brisa, tendió levemente las suaves plumas de su pecho. Nada escapaba a su presencia. Nada podía alter ar la paz de aquellos campos sagrados. Nada podía ser tan poderosa como la naturaleza.
De pronto interrumpió sus pensamientos, un estampido seco resonó entre las rocas. Instintivamente sus alas lo elevaron hacia el cielo. Recorrió con su vista el mar verde que se extendía bajo él. Había dos personas junto a un conejo herido, llevaban armas. Una ráfaga de ira cruzó su mente. ¿Cómo se atrevían a invadir su reino? ¿Cómo podían disponer de las vidas que no les pertenecían? Su acción debía ser castigada. Ellos habían alterado sus dominios y sentirían el peso de su poder.
Cayó hacia ellos en un picado vertiginoso que doblaba las plumas de sus alas con violencia. Cada vez estaban más cerca y preparó sus garras para atacar. Un dolor agudo se clavó en su pecho y un instante después oyó una detonación. Estaba herido. (Era imposible que su poder fuera tan frágil!. Un golpe tremendo contra el suelo lo dejó casi inconsciente.
Los vio acercarse, con sus escopetas bajo el brazo y el orgullo de una falsa victoria en el rostro. Sabía que la vida se le escapaba y no podía hacer nada para remediarlo. Un fuerte olor a sangre fresca, embriagó su tenue olfato de ave.



Le dolía la cabeza, intentó mover las alas, en un último intento desesperado de volar. Una mano férrea le sujetó contra el suelo. Intentó resistir y gritó con rabia.
- ¡No!.
- ¿Qué te pasa?.
Abrió sus ojos y vio a su madre sentada al borde de la cama, con una mano sujetándole los hombros.
- Es hora de levantarse...
Miró alrededor con miedo, el dolor de cabeza apenas le dejaba pensar. La ventana estaba abierta de par en par. La observó fijamente.
- ¿Has abierto la ventana, mamá?
Su madre miró a ventana con una sonrisa condescendiente en sus labios.
- No hijo, la abrirías tú anoche...
Andrés permaneció en silencio. Su madre se acercó a él.
- Se abriría sola con el aire - comentó para ahuyentar los desconocidos temores infantiles de su hijo.
- Vamos, el desayuno está listo - dijo acariciándole el pelo.
El niño apartó la sábana y se puso en pie observando como se marchaba su madre. Miró el armario sabiendo que no vería nada y se acercó a la ventana. Respiró hondo e inundó sus pulmones con el aire frío de la mañana. Los coches que pasaban por la calle ronroneaban como gatos y daban al aire un desagradable olor acre. Cerró la ventana y bajó al comedor con la mente llena de ideas y pensamientos.
Era la hora de ir al colegio. Estaba cansado de ir todos los días, a ver las mismas caras, pero era un deber injustificadamente inexcusable.


Odiaba las excursiones y visitas, pero el zoológico le llamaba la atención y le hacía sentir... algo. Los animales se revolvían inquietos ante el profesor y la veintena de alumnos.
Andrés se separó del grupo llamado por una voz aguda que resonaba en su mente. No lograba entender lo que decía, pero lo hacía caminar en una determinada dirección.
Un estruendo de alas lo asustó. Al lado, apenas a un metro, un gran pájaro aleteaba en una gran jaula. Era ella.
- Eres tú, ¿verdad? - preguntó Andrés.
El águila no contestó. La fijeza de su mirada lo hipnotizaba. Apenas podía respirar, le dolía el pecho. Se llevó una mano a él y sintió la humedad. Sangraba. No podía creerlo, tenía las manos llenas de sangre y la camisa parecía roja. Sobre el suelo se fue formando un charco. Se le nublaba la vista. El águila extendió sus alas.
- Yo no tengo la culpa - dijo Andrés sin aliento.
- ¿Qué culpa? - percibió en su mente.
- “De que no tengas compañera”- pensó.
- Es normal, soy el último águila.
Casi sin fuerzas dio un paso y abrió la jaula. Sintió la violencia de las plumas rozarle la cara.
- ¡Vente conmigo! -
Andrés asintió mentalmente.
Una explosión de luz casi lo hizo desvanecer. Un instante después su cuerpo, se llenó de energía y todo rastro de mal desapareció. Su acerada mirada observó en la tierra el cuerpo ensangrentado de un niño. Al lado una jaula abierta y la luz destellante de una ambulancia. Giró las plumas de la cola y se alejó en las nubes.
La nobleza y el poder atenazaron su corazón. Inmediatamente se propuso luchar contra los que le habían robado la vida.


F I N

jueves, 10 de mayo de 2007

LA MALQUERIDA (Poesía)

Esa mujer que sueña despierta
que nunca esperó nada de otro,
sin rumbo, como loca veleta,
encontró un pozo sin fondo.

Era una red de deseos
con infinitas esperanzas
muchos caminos de agua
bosques y desiertos.

En esa red sin consuelo
brillaba sin medida
entre los hilos de la madeja
una hebra escondida
y le contó su íntimo secreto:
“Tuve mala suerte en la vida
por eso desde hace tiempo
me llaman... la malquerida”

miércoles, 9 de mayo de 2007

LA VISIÓN (Relato)


L A V I S I Ó N

1

Samuel avanzaba por la calle lentamente, sin prisa, no prestaba atención a su entorno, pero caminaba por el barrio residencial más rico de la ciudad. Su aspecto, desde luego, no concordaba con las mansiones que pasaban ante sus ojos, llevaba el pelo largo, rizado y alborotado, y unos vaqueros y una camisa llenos de remiendos y suciedad. Sus pasos vacilantes y el gesto ausente completaban su desaliñada imagen.
Paseaba absorto, sin pensar particularmente en nada, cuando un ruido le hizo volver la cabeza hacia una de las casas. Vio una puerta abrirse mecánicamente, accionada por un invisible motor que zumbaba insistentemente. Apareció ante sus ojos un coche deportivo rojo. El estaba justo enfrente cuando arrancó. Le dio la impresión de caer hacia él e intentó sujetarlo con las manos. El chirrido de los neumáticos al frenar en seco le aturdió, el golpe fue inevitable, cuando quiso darse cuenta yacía en el suelo, a cinco metros del coche y con todo el cuerpo dolorido.

2

- Adiós papá - dijo Clara agitando las llaves del coche.
- Adiós hija, ten cuidado.
Odiaba que la mirara por encima de las gafas, pero siempre lo hacia, y esta vez no fue diferente. Salió moviendo el cuerpo provocativamente, como saben hacer las jovencitas, sabia que eso no le gustaría a él, pero ella disfrutaba con aquella venganza solapada. Era demasiado bonita y demasiado rubia para que él estuviese tranquilo, pero tenia que aceptarlo, no podía con ella. Con un último meneo de su falda, también demasiado corta, salió del salón, ante el gesto huraño de su padre. Era la mujer de la casa, su madre murió cuando apenas tenía tres años, y sin embargo, no dejaba de tratarla como a una chiquilla. Eso era algo que la ponía de mal humor. Cerró la puerta con energía y bajó al garaje.
Subió al coche y arrancó el motor. La puerta se abrió automáticamente y el coche salió con furia, reflejo del estado anímico de su conductora. Una sombra se movió frente al parabrisas y frenó bruscamente. Sintió un golpe. Estaba anocheciendo y apenas veía, encendió los faros y vio a un hombre tirado sobre la calle. Bajó nerviosa, el hombre se estaba levantando y se quejaba de una pierna y del costado.
- Señorita, está loca...
- ¿Le ha pasado algo? - a Clara le temblaba la voz, mientras agarraba por un brazo al desconocido.
- ¿Algo? - reprochó él - me duele todo el cuerpo.
- Venga, suba al coche, le llevare a un hospital.
Le ayudó a subir, con cuidado, y se sumergieron a velocidad moderada en el denso tráfico del atardecer. Samuel se sujetaba una pierna y miraba curioso el coche y a su forzosa acompañante.
- Le voy a manchar el coche, señorita.
Clara apenas se había dado cuenta del aspecto de Samuel, pero ahora se fijó e hizo un gesto que no pasó desapercibido para él.
- Si no le importa me bajo aquí, no tengo nada, sólo son magulladuras...
Sin pronunciar una palabra ella paró junto al bordillo. Él se quedó inmóvil, mirándola con fijeza.
- Gracias de todas maneras, señorita.
- De nada.
- Me llamo Samuel, si algún día puedo hacer algo por ti, no tienes más que llamarme.
Clara sintió algo especial en aquel ofrecimiento, daba la impresión de que él estaba seguro de que necesitaría su ayuda. Le pareció un poco vanidoso.
- Adiós señorita y perdone las molestias.
Samuel bajó del coche y se alejó hacia el fondo de la calle, cojeando visiblemente, mientras ella lo seguía con la mirada.

3

Clara entró en la discoteca con paso decidido, sin hacer caso del portero que la saludaba. Se perdió entre la música ensordecedora y la gente que hablaba a voces. Se acerco como pudo a la barra y pidió un ron con coca-cola, y como siempre, tardaron un siglo en servírselo. Estaba pensando en Samuel, preguntándose cómo diablos podía haberse encontrado con algo tan raro, cuando sintió un golpecito en el hombro. Se dio la vuelta instintivamente y vio algo extraño. Una fresa tatuada en un brazo, colgaba del aire, transparente y brillante. Con un parpadeo desapareció la visión y reconoció el rostro sonriente de Javi.
- ¿Ya no me conoces? - dijo él.
- Perdona, pero es que llevo un día...
Se apoyó en él y dio un largo trago a su vaso.
- ¿Que te ha pasado?
- He atropellado a un hombre..., no, no le he matado.
- Menos mal.
- No le pasó nada..., eso creo, iba a salir del garaje cuando ¡plaf!, allí estaba, un tipo raro tirado en el suelo.
Pidió otro ron con coca-cola.
- Tranquila, el primero te lo has bebido en dos tragos.
- Me miraba fijamente y no hacía más que llamarme señorita... y eso me asustaba.
La música cesó un instante y cambió a un ritmo más suave y tranquilo.
- Ven - dijo Javi - vamos a sentarnos allí.
Tuvieron que dar y recibir varios empujones para llegar, se sentaron y siguieron bebiendo. Clara sonrió con desgana en su pose, muy estudiada y practicada, y se perdió entre los vapores del alcohol.

4

No quiso compañía para ir a casa, Javi, como siempre, había insistido, pero sabía que lo que pretendía estar a solas con ella, y eso no lo aguantaba. Muchas veces estuvo a punto de ceder, pero siempre, su rígida educación, bloqueaba sus impulsos, aunque cada vez que Javi la miraba con ese deseo brutal pintado en los ojos, las ganas de hacer nada se le pasaban, sin necesidad de que interviniera la educación represiva de su padre. A veces soñaba en la cama con fantasías sexuales, pero pensaba en cualquiera de sus amigos antes que en Javi.
- Adiós Javi - su voz fue fría.
Lo dejó en la puerta de la discoteca, mirándola con disgusto. Ella montó en su coche y salió hacia la autopista. Por fin se sentía libre, el coche volaba por la ancha vía como un avión de combate, rugiendo como un reactor. Había bebido más de la cuenta, pero no le importaba, conducir era un gran placer que descargaba todo su cuerpo de tensiones. El asfalto era tragado vorazmente por su deportivo, regalo de algún cumpleaños que no recordaba, y las señales brillaban al ser iluminadas por los potentes faros. Era tarde, más de las tres de la madrugada, por un momento pensó en su padre, esperándola tras la puerta con su cara de orgullo herido, el ceño fruncido y el discurso preparado para humillarla y vejarla como a un trapo sucio. Sin pensarlo dos veces se quitó el reloj, regalo de otro cumpleaños olvidado, y lo tiró por la ventanilla.
Por un momento deseó haberse acostado con Javi y perder esa dichosa virginidad que tanto preocupaba a su padre, como si fuera una etiqueta donde se podía leer la calidad del producto y la fecha de caducidad, pero no, ese gusto no se lo iba a dar a Javi que lo único que hacia era ir a casa a lamerle el culo a su padre, no... él no se lo merecía.
Se alejaba de la ciudad rápidamente, el desvío para ir a su casa había quedado atrás, y ahora salía a una carretera comarcal. En la lejanía se veía el reflejo de la luna en el mar, señal de que estaba llegando a los acantilados, allí donde tantas parejas hacían el amor en las noches de verano. Sintió una emoción brutal de ira y odio, y pisó con fuerza el acelerador.
Algo nubló ligeramente la carretera, era el brazo con la fresa tatuada, difuso ante su vista, temblando ligeramente, al compás de las vibraciones del coche. Fue entonces cuando con un vuelco de su corazón, recordó ese tatuaje. Lo llevaba el tipo raro en el brazo. La figura se fue difuminando hasta que desapareció.
Una curva se hizo demasiado cerrada, como si algún gigante la hubiese torcido a su paso, y tuvo que agarrar con fuerza el volante.
- Mierda...
La carretera era cada vez más estrecha y las curvas se sucedían, una tras otra, al borde de un alto acantilado. Las ruedas chirriaban cada vez más, como si se quejaran del supremo esfuerzo que hacían para mantenerse pegadas al asfalto. Ella estaba ensimismada, pensando en Samuel. Un tiro raro.
De repente, la carretera desapareció de debajo del coche y el parabrisas saltó en mil pedazos. Sintió el frío en la cara. El acantilado se abría, como una boca abierta, bajo ella. El coche caía a su lado, ella estaba fuera, sintiendo la suave brisa marina inundar su nariz. Alzó los brazos y se elevó en el aire describiendo un arco. Voló sobre los acantilados como una gaviota. Oyó el estruendo del coche al caer al mar y se olvidó de él. Sabía volar. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas y el viento las enfrió hasta que se secaron. Sus cabellos ondeaban sobre su nuca, haciéndole ligeras cosquillas sobre los hombros. Se dejó caer sobre el mar y pasó sobre él casi rozándolo, las olas salpicaban su cara, despejando todos los efectos del alcohol. La luna descansando sobre el horizonte la saludaba. Clara levantó una mano y la agitó. Era feliz, volvió a elevarse y observó los faros de los coches que pasaban por la carretera.
- Estoy aquí - gritó en un arrebato de alegría.
Abría la boca de vez en cuando, para llenar sus pulmones de aquel aire fresco y salado que subía del mar. Se tocó la cara con la yema de los dedos y la sintió extremadamente fría.
Permaneció volando sobre el mar muchas horas, acercándose a los acantilados, rasando las crestas de las olas, respirando el aliento fresco del amanecer. El sol empezaba a dar muestras de su próxima aparición.
Sobre el océano infinito vio salir el sol, mientras permanecía estática en el aire, como un cernícalo, dejando correr el viento bajo ella. Los amarillos rayos del astro naciente la saludaron, calentando su aterido cuerpo. Era feliz. Algún pequeño vapor que se desprendía del mar, hacia que el sol se hinchara rojo de sangre. En ese momento pareció desaparecer todo. Sólo quedó la oscuridad reinándolo todo y un silencio extremo envolvió sus sentidos. Su vuelo pareció hacerse más inseguro. Empezó a caer. La angustia se apoderó de ella.
- Samuel... - gritó - ayúdame.
- No grites, estoy a tu lado.

5

- ¿Es usted el padre?
- Sí - respondió él enjugándose las lágrimas con un arrugado pañuelo.
- Pase por aquí.
Caminaron por el hospital hasta una sala vacía, allí le invitó a sentarse. Lo hizo con cansancio.
- Está viva, el daño no tiene remedio, pero esta viva...
- Lo sé, lo se...
Miró el rostro del médico, por un momento pensó que nadie podía sentir el dolor que él sentía en ese momento. Era su única hija y era lo único importante que quedaba en su vida, ahora la cuidaría como nunca había hecho y cuando él faltara... Tenía que pensar.
- Puede verla ahora, está despierta.
- Sí, vamos.

6

Le dolía un poco la cabeza, pero estaba bien, se podía mover e incluso hablar. Estaba en la cama de algún hospital, eso era evidente, lo que no comprendía era porqué la tenían en aquella oscuridad tan completa. Oyó ruidos en la habitación.
- Hola hija ¿cómo estás?
Reconoció la voz temblorosa y quebrada de su padre.
- Papá...
En aquel momento se dio cuenta de que lo quería, lo necesitaba, él siempre había estado a su lado, mimándola, protegiéndola. Sintió el impulso de levantarse y abrazarle, pero no podía verle.
- Tienes buen aspecto hija, pronto vendrás a casa.
- ¿Buen aspecto?
- Sí hija - cogió su mano blanca y la acarició - apenas tienes daño.
- ¿Cómo puedes saber que aspecto tengo? No hay luz...
El silencio fue tan espeso que casi se podía tocar. Clara tragó saliva y sintió un vacío enorme en el estómago. Tenía que saberlo.
- ¿Estoy ciega? - preguntó en un hilo de voz.
Nadie respondió y sin embargo, era como si le hubiesen gritado la verdad a la cara. Su padre la abrazó y ella lloró en su hombro. Repentinamente una gran paz se apoderó de su cuerpo y asumió su ceguera casi en el acto. Un cosquilleo en los ojos la hizo pestañear.
Veía la fresa tatuada.
- La veo, papá, la veo.
El médico se acercó y la observó, miró al padre y movió la cabeza negativamente. El rostro de Clara mostró una repentina contrariedad, la visión se había disuelto en la negrura.
- ¿Y él?
- ¿Quién?
- Mi amigo, él me hizo volar sobre el mar y me salvó la vida.
Oyó a su padre irse sollozando y pudo sentir el dolor de su corazón. Podía ver su dolor. Ahora sin ojos podía ver más que antes. El silencio volvió a reinar en la habitación.
- Samuel – murmuró. No ocurrió nada. Se levantó y a tientas llegó a la puerta, salió al pasillo y caminó sin vacilación. Instintivamente giró a su derecha. No tropezó ni una sola vez. Podía sentir los objetos, las personas, las puertas. No las veía pero sabia donde estaban. Se detuvo ante una puerta.
- ¿Estás aquí?
Nadie respondió. Una mano la sujetó por el brazo.
- ¿Qué hace aquí? ¿En qué habitación está?
La condujeron de nuevo a su habitación. Sintió de nuevo a su padre entrar, le habían contado lo que había hecho, ella podía sentir la sorpresa y el miedo que le atenazaban. Era viejo y no podía entenderlo.
- Papá... - casi oyó su respiración agitada.
- He visto a Dios, papá.
Dudó de que la hubiese oído. El seguía en silencio.
- Se llama Samuel y está a mi lado.
Pudo sentir las lágrimas correr por las mejillas de su padre, y un extraño sueño se apoderó de ella, estaba cansada y necesitaba dormir. Cerró los ojos y desconectó sus sentidos.
Él se quedó a su lado, llorando, vigilando inútilmente su sueño pues no veía que otro hombre, al lado de la cama, acariciaba el rostro de su hija.

F I N

martes, 8 de mayo de 2007

LA MONTAÑA DEL RECUERDO (Dedicado a Fantasy)

LA MONTAÑA DEL RECUERDO

Maribel llegó al punto de reunión tarde, como siempre, caminó lentamente hacia las afueras del pueblo. Allí en medio del campo, apoyado en una roca gris y húmeda, verdosa hacia el lado de poniente, se encontraba él. Rodrigo se incorporó ligeramente, como perezoso, sin mostrar contrariedad en la cara como otras veces. Ella notó ese cambio y no supo como interpretarlo.
- Hola Rodrigo – dijo Maribel al llegar a su altura, alegre por poder pronunciar de nuevo su nombre, ese nombre que había susurrado en otras ocasiones en su almohada.
- Hola, ¿cómo estás? – dijo Rodrigo con una sonrisa – empecé a dudar un poco si ibas a venir o no.
- Qué tonto estás…
Se besaron en la cara, como si fueran dos viejos amigos y empezaron a colocarse el equipo de montaña, se ajustaron las botas, las mochilas y cerraron bien las cremalleras de los anoraks. Un viento frío azotaba sus caras y arrancaba de la coleta recogida de Maribel finas hebras ondulantes. Charlaron durante un tato de cosas sin importancia, casi evitando mirarse.
Tras ellos quedaba el pueblo con sus casas grises y sus tejados empinados de pizarra negra, sus calles estrechas llenas de viejos recuerdos. Sus callejones sin salida, sus tapias vencidas por la nieve y el hielo, sus casas hundidas por el olvido.
Y allí enfrente estaba el reto, la montaña salvaje, fría, desconocida, ese reto que se habían propuesto ahora. Otras veces habían subido a otras montañas y entonces había entre ellos una relación fuerte, un amor intenso, pero ahora era distinto. Hacía casi un año que no se veían y sin embargo, cuando se miraban, sus ojos se llenaban con la mirada del otro. Y esos labios que otras veces se habían unido en un roce maravilloso, ahora decían palabras medidas y cautelosas. Y esos cuerpos que tantas veces se habían entrelazado desnudos, ahora se ignoraban.
El fuerte olor a pino inundaba sus pulmones y decididos iniciaron la subida por una senda que se perdía entre los altos y rectos árboles, que levemente inclinados, parecían rendirse a la montaña. En el horizonte del valle que se abría a un lado se veían nubes blancas que anunciaban nieve, nubes que deberían haberles llenado de preocupación, pero su juventud y la ilusión de este nuevo encuentro les hizo olvidar el peligro. Una ligera capa de nieve blanquísima cubría las laderas y en algunas zonas se amontonaba sobre las ramas de los árboles, que se curvaban sumisas bajo su peso. Sin embargo la senda estaba despejada, por lo menos lo que alcanzaba la vista
Maribel observó el rostro de Rodrigo, anguloso, moreno, siempre mal afeitado, con ese pelo corto y algo ondulado que a ella le encantaba. ¿Estaba más delgado? No estaba segura, pero no podía evitar seguir queriéndolo. Lo miraba y lo quería. Y si cerraba los ojos, lo quería. Sí. Todavía lo quería, no podía evitarlo.
- No me escuchas… - dijo él.
- Perdóname – dijo ella saliendo de su ensoñación - ¿qué decías?
- Te preguntaba por tu trabajo…
- Bien, sigo en la oficina, ya sabes…
Sus respiraciones se agitaban con el esfuerzo. La pendiente era cada vez más fuerte y el terreno se volvía más húmedo y resbaladizo. La niebla empezaba a envolverles y un viento frío les cortaba la cara. Maribel se detuvo un momento con gesto preocupado.
- No me gusta esto – miró a Rodrigo a los ojos esperando ver algo, no sabía exactamente qué.
- Es mejor seguir, en dos horas llegaremos a la cima, y no creo que se levante una tormenta importante ahora – se agarró a la mochila y se dispuso a seguir.
Estuvieron subiendo la montaña durante más de una hora, intercambiando frases cortas, la mayoría relativas al terreno o al tiempo. Descansaron en una zona despejada durante un rato y reemprendieron la marcha.
Apenas habían dado unos pasos cuando unas sombras aparecieron entre la niebla, eran ocho personas que bajaban por el sendero con pasos ligeros y apresurados. Se acercaron a ellos y pararon unos instantes para coger aliento.
- ¿Dónde vais? Por allí creo que viene una tormenta… - dijo un hombre algo mayor que parecía ser el que dirigía el grupo
- ¿Habéis llegado arriba? – preguntó Rodrigo.
- No, no nos fiamos del tiempo – es mejor que volváis.
Rodrigo miró a Maribel intentando adivinar sus pensamientos. No era el momento de hacerse el valiente, pero tenía ganas de estar con ella, y no quería perder esta oportunidad. Ella estaba tan guapa como siempre, con ese gesto de niña mala en la cara que le volvía loco. No sabía si la seguía queriendo, a veces pensaba que esa misma duda era suficiente señal de que no era así. Pero ahora al verla de nuevo y sentir su voz, sentía como el corazón le latía con fuerza y las palabras salían a tropezones por su boca. Todavía la quería, no podía evitarlo.
- ¿Seguimos...? – preguntó Rodrigo y casi sin esperar la respuesta empezó a andar.
- Claro – contestó Maribel y siguió sus pasos.
Cruzaron algunas palabras con los que bajaban y los vieron perderse montaña abajo entre la niebla.
El frío empezó a sentirse con fuerza en la cara y en los dedos de las manos, posiblemente estaba bajando la temperatura y una nieve fina como el polvo empezó a caer sobre ellos. Decidieron apresurar el paso y en apenas media hora y con un esfuerzo titánico llegaron a la cumbre. Miradas desde abajo las cumbres se veían finas y puntiagudas, pero una vez llegados arriba las cumbres se veían amplias y espaciosas, realmente no sabía uno donde estaba exactamente el punto más alto. Ellos se pararon tiritando en medio de un saliente y se miraron un poco sin saber que hacer. Casi sin pensarlo se abrazaron un instante y saltaron de alegría. Estaban exhaustos, las piernas les temblaban por el esfuerzo y el frío se metía por todo su cuerpo. Apenas podían hablar y de sus bocas salía una humareda blanca, que parecía fundirse con la niebla. Decidieron bajar sin más demora.
Apenas habían comenzado el descenso, cuando la nieve empezó a caer blanca y pesada. El viento arreciaba por momentos azotando sus caras con fuerza. Sus pasos se hacían cada vez más inseguros. Maribel seguía los pasos de Rodrigo casi por instinto, observando su espalda encorvada por el frío y la dificultad del avance. Él, de vez en cuando se volvía para mirarla, y ella, sentía era mirada como un gesto de preocupación que le llegaba hasta los huesos. Todavía lo quería, no podía evitarlo.
La nieve casi se convirtió en granizo y la ventisca arreció de una forma terrible, apenas podían caminar y sentían sobre la cara los duros golpes de la nieve. La temperatura bajaba cada vez más y empezaron a sentir el cansancio extremo previo al agotamiento. Apenas sentían los dedos de las manos y avanzaban con el rostro de lado para evitar el embate del granizo y se pegaron el uno al otro para protegerse.
En un momento Rodrigo se detuvo bruscamente, casi haciendo caer a Maribel que iba pegada tras él. Ella quedó un momento quieta esperando, luego alzó la voz todo lo que pudo.
- ¿Qué pasa?
Él se volvió y señaló con el brazo. Entre los árboles se veían avanzar dos figuras. Esperaron un momento hasta que se acercaron, eran un chico y una chica, él se apoyaba en ella, agotado, su rostro expresaba un cansancio extremo y Rodrigo se acercó para ayudarlos. Miró alrededor y nos llevó a todos hacia una gran roca de granito, que se erigía entre los pinos, como el diente solitario de una bruja. Se acurrucaron los cuatro en una oquedad al abrigo de la ventisca para descansar un momento.
- ¿De donde salís vosotros? – preguntó Rodrigo a la pareja de desconocidos.
- Intentábamos subir a la cumbre por otro lado de la montaña y nos sorprendió la tormenta – contestó ella – estábamos perdidos y… - se paró un momento y pareció que iba a romper a llorar – mi novio está muy cansado, apenas puede andar – continuó al fin.
- Rodrigo, no nos podemos parar, nos congelaremos – dijo Maribel.
Él miro a ambos lados sin saber que hacer, luego se detuvo un instante en aquella pareja de novios abrazados y por fin, volvió la vista a Maribel. Todavía la quería, no podía evitarlo.
- Descansaremos un rato, luego seguiremos, mientras, nos juntaremos los cuatro para no perder calor.
Allí, perdidos entre la nieve, cuatro cuerpos amontonados bajo el saliente de una roca, temblaban de frío. Rodrigo y Maribel se abrazaron y sus rostros quedaron a unos centímetros de distancia. Ella apretó su mejilla contra la de él y apenas sintió el contacto, pero en su interior sintió como se movía su alma. Esos labios que tantas veces había besado, estaban allí, a unos centímetros, sentía su aliento y su respiración. Y sin pensarlo volvió ligeramente la cabeza y dejó sus labios apoyados en los de él. Esperaba algo, una reacción, que los labios de él se movieran, se apretaran contra los suyos, pero solo sentía el temblor del frío. Un momento después sintió una mano de él, acariciarle el rostro y ella apretó los labios contra los suyos. Rodrigo confundido, no se movió. Un instante después se apartó y movió a los otros.
- Venga, hay que seguir o nos quedamos tiesos aquí…
Se pusieron en marcha con presteza, apoyándose unos en otros cuando les fallaban las fuerzas, hasta que casi una hora después vieron el pequeño pueblo de montaña de donde habían salido. Había un todo terreno de la Guardia Civil junto al camino y otro del Servicio Forestal de la Xunta y de ellos salieron apresuradamente cuando les vieron, varias personas. Los estaban esperando y los recogieron cuando ya estaban casi agotados, apenas podían andar, pero Maribel en su cansancio solo sentía la mano de Rodrigo sujetarla por la axila, presionando su pecho levemente de vez en cuando. Todavía lo quería, no podía evitarlo.
Dos días después estaban de pie uno frente al otro. Para despedirse. Maribel miró el cuerpo fuerte de Rodrigo y recordó sus abrazos, sus caricias, sus besos llenos de amor, sus palabras de pasión. Tembló ligeramente bajo el abrigo.
- Rodrigo – dijo en un hilo de voz - ¿nos volveremos a ver?
- Llámame y quedamos otro día – dijo fríamente.
Maribel lo miraba fijamente y por un momento dudó que aquel fuera el hombre con el que había hecho el amor tantas veces, que fuera aquel el hombre que le había dicho tantas veces que la quería.
- Estás con otra ¿verdad? – preguntó Maribel.
- Sí – respondió él. Sentía que ella estaba a kilómetros de distancia, y no quería que supiera que estaba solo. En ese momento no sabía porque había mentido, pero en su interior sabía que ella estaba con otro, no quería que lo compadeciera. La había perdido hace un año, por su culpa, por no haber cuidado el amor que se tenían. Ahora tenía que hacerle la pregunta que más temía. Todavía la quería, no podía evitarlo.
- ¿Tu también estás con otro? – casi se le rompe el corazón al preguntarlo.
Maribel tenía los ojos brillantes, parpadeaba con fuerza para que no le cayera una lágrima, su pecho subía y bajaba por el esfuerzo de contenerse.
- Sí, Rodrigo, estoy con otro – la respuesta de Maribel fue decidida, aunque rezó para que no preguntara más, porque no sabría que decir, no había otro, seguía sola, soñando con él cada día de su vida. Pero él estaba con otra. Le temblaba un labio cuando se acercó para besarlo en la cara curtida. Todavía lo quería, no podía evitarlo.
Rodrigo acarició la cara de Maribel llena de señales y pequeños moratones producidos por el granizo y se dio la vuelta.
- Adiós, amor mío – susurró entre dientes para que no le oyera.
Maribel lo vio alejarse, caminando hacia su coche, al otro lado de la calle.
- Adiós, amor mío – murmuró levemente ella.
Parecía que allí se iba a terminar aquella excursión a la montaña, pero cuando él cogió la manilla del coche y abrió la puerta, algo le impulsó a girarse y mirar nuevamente a Maribel.
Todavía se querían, no podían evitarlo.


F I N 08/05/2007

viernes, 4 de mayo de 2007

TRILOGIA DEL TIEMPO EXTRAÑO - Kagera en el Reino de Neith



KAGERA EN EL REINO DE NEITH



Hay historias con un bonito final
y ciudades con un brillante pasado,
pero también hay historias sin final
y ciudades sin pasado,
pues en el país de los sueños de Lord Dunsany
nada tiene fin, ni nada tiene pasado.
Todo es como una cinta inagotable
de sucesos ininterrumpidos
que acaban al despertar.
La luz es el fin de todo, pero la belleza
no tiene ni principio ni fin.




La ciudad de Bhumora era la típica agrupación de casas blancas, impecablemente limpias, que indicaban el comienzo de un nuevo territorio, el reino de Neith. Cuando apareció ante mi vista era mediodía y sus tortuosas calles estaban casi vacías. Durante muchos años este pueblo había pertenecido al reino de Neith, pero desde hacía veinte un nuevo rey había dado a Bhumora la categoría de ciudad libre. Nada cambió, pero el nuevo rey de Neith no volvió allí, ni tampoco volvieron los recaudadores a recoger los acostumbrados impuestos.

Penetré en ella por el este, pisando con mis botas claveteadas las artísticas calles, empedradas cuidadosamente con grandes guijarros de color granate. Debía tener mi figura un extraño aspecto, con la desordenada mochila a la espalda pues los pocos habitantes que se cruzaron conmigo me miraron con extrañeza y desaprobación. Seguí caminando, buscando algún sitio donde me dieran algo de comer. De vez en cuando, unos ojos ocultos tras las ventanas, seguían mi espalda con curiosidad. Un hombre fornido al que pregunté que donde había un establecimiento, me miró un instante y siguió su camino sin contestar. No parecía una ciudad acogedora y de gentes hospitalarias, cosa que me preocupaba, pues mis provisiones eran escasas. Supongo que debía estar sucio y apestando a sudor, pero eso no explicaba el extraño comportamiento de los bhumoreses.

Llegué a una amplia plaza, rodeada de soportales y con una gran fuente de cuatro caños en el centro. Allí varias jóvenes, vestidas con largas túnicas rojas, llenaban sendos cántaros de arcilla, mientras charlaban animadamente. La charla cesó nada más verme y todas se apresuraron en desaparecer por las retorcidas calles de Bhumora. Una de ellas no se inmutó por mi presencia, su vestido estaba confeccionado con retales de tela roja de distintos tonos, lo que indicaba su humilde condición. Su pelo era castaño claro y sus ojos brillaban con un extraño tono, podía decirse que era, en sus rasgos, bien diferente de los bhumoreses.

Me descolgué la mochila para sacar dos cantimploras vacías y me acerqué a la fuente para llenarlas bajo uno de los fríos chorros de agua.

‑ Hola ‑ saludé sonriente.

Su rostro se volvió hacia mí lentamente, observándome un tiempo, como evaluando mi aspecto, sin embargo, no respondió. Mi cantimplora se llenó y puse la otra debajo del caño. No le di demasiada importancia al asunto, pues en algunos sitios a las mujeres les está prohibido hablar con los hombres en público y mucho menos con desconocidos y yendo solas. Noté que su cántaro rebosaba hacia rato, mientras ella lo miraba ensimismada.

‑ Está lleno... ‑ le advertí.
‑ ¡Ssss...! ‑ fue su respuesta.

Me encogí de hombros y sin pensarlo dos veces me dispuse a marcharme, una vez llena la segunda cantimplora. Acababa de colgarme la mochila cuando una voz muy baja, casi inaudible, me retuvo.

‑ ¡Espera...!.
Me quedé a su lado inmóvil.
- Sígueme de lejos..., que nadie se dé cuenta ‑ dijo en un susurro, sin apenas mover los labios. Cogió el cántaro y se alejó por una de las calles. La miré unos instantes perplejo, sin saber que hacer, nunca me habían gustado los misterios, siempre traen complicaciones, sin embargo me acomodé la mochila y la seguí a prudente distancia.

Me esperaba en una esquina, junto a una casa derruida, mirando nerviosamente en todas direcciones. Cuando llegué hasta ella, me empujó dentro de la casa sin dejarme hablar.

‑ ¿Adónde vas?, ¿a Abyadh? ‑ preguntó con rapidez.
‑ No, a Qtarzak.
‑ ¿La capital del reino de Neith?... eso está cerca de Abyadh, ¿puedo ir contigo?.

La mire con disgusto, lo que menos deseaba ahora era un estorbo durante el viaje. Ella siguió hablando.

‑ En las afueras..., esta noche... ¿de acuerdo?.

Se alejó sin dejar que me negara rotundamente, o por lo menos que hubiese pedido una explicación a su conducta. Claro que, después de todo, podía irme sin esperarla, aunque pensándolo bien, un poco de compañía vendría perfecta para caminar. La soledad era buena compañera, pero no sabe hablar. Me dirigí de nuevo a la plaza y descubrí allí una pequeña puerta, que dejaba ver un gastado mostrador de vieja madera. Atada a un lado, colgaba una descolorida cortina de rayas blancas y rojas. Entré despacio, pero haciendo los ruidos suficientes para que me oyera quienquiera que viviese allí. Un anciano de rostro apagado y triste, salió de un cuarto y se acercó al mostrador caminando con dificultad.

‑ Buenas tardes extranjero, ¿qué deseas? ‑ por lo menos su tono era amable y una sonrisa forzada arrugaba aún más su ya demacrado rostro.

‑ Quería algo de comida, si tienes latas mejor...
‑ ¡Oh, latas!, de eso ya no hay por aquí, el metal es cada vez mas caro, pero tengo pescado ahumado y carne seca.

Suspiré con desazón, no me apetecía comer eso durante el corto viaje que me separaba de Qtarzak. Vi unas galletas cuadradas y grandes que parecían en buen estado.

‑ ¿Vende esas galletas?.
‑ ¡Oh, sí!, son buenas...

Me caía bien ese viejo, con sus continuas exclamaciones de asombro. Después de probar una, accedí a comprarle un buen montón, que él metió en una bolsa de papel.

‑ No tengo dinero ‑ dije ‑ pero poseo cosas que quizás valgan más que las monedas.
Puse sobre el mostrador varios destornilladores, de distintos tamaños y corroídos por el óxido. La codicia brilló en los ojos del viejo.
- ¡Oh...!

Cogió dos destornilladores pequeños, de extremo plano, y los volvió a dejar en su sitio. Por fin, pareció decidirse por el más grande, me miró esperando algún tipo de aceptación. Negué con la cabeza. Entonces añadió otro puñado de galletas y varias piezas de pescado seco, mientras yo seguía negando. Murmuró una extraña maldición en voz baja y sacó de una estantería dos bolsitas de miel, las puso junto a las galletas dando el trato por cerrado. Mientras metía todo en la mochila intenté conversar un poco con el anciano.

‑ La gente de por aquí es bastante callada ‑ observé.
‑ ¡Oh!, es que el rey de Neith, cuando yo era joven, vino con su ejército...
‑ Lo siento, no sabía...

‑ ¡No, no nos hizo daño!, pero dicen que escondió un secreto en una de las casas y que por eso nos libró de los impuestos, nos advirtió que si queríamos seguir siendo independientes, debíamos evitar a los extranjeros.

‑ ¡Qué extraño! ‑ dije ‑ pero podéis estar tranquilos, no turbaré vuestra paz.
Después de despedirme del viejo, me interné en las calles de Bhumora, saliendo hacia el oeste, a la gran llanura verde propiedad del rey de Neith. Encendí una hoguera para que me localizase la muchacha y después de comer un poco, esperé el anochecer recostado en una enorme higuera que crecía apartada de la ciudad. El cansancio hizo cerrar mis párpados y el sueño se apoderó le mí. Dormí pesadamente, como un tronco.

‑ ¡Eh, despierta! ‑ oí mientras una mano me zarandeaba ligeramente. Giré sobre mí sacando un destornillador que llevaba siempre al cinto.
‑ Soy yo... Thomika.

Reconocí la figura de la joven bhumoresa, con su vestido rojo, mirando un poco asustada.
‑ ¿Te llamas Thomika? ‑ pregunté acercándome a ella y guardando el destornillador.
‑ Sí, ¿y tú?.
‑ Kagera, y ahora cuéntame que es lo que te ocurre.
Me miró con tristeza y tardó bastante en responder.
‑ Mientras caminamos ¿eh? ‑ dijo frunciendo el ceño en un gesto de súplica.

Até bien la mochila, recogí todos los desechos y los oculté, era una costumbre adquirida desde mi infancia, desde que mis padres desaparecieron procuraba no dejar constancia de mi paso. La desconfianza es una de las leyes base del cerebro humano. Me di cuenta de que ella traía un pequeño hato.

‑ Es un poco de comida ‑ dijo ella al ver que lo miraba.
Nos pusimos en camino y ella comenzó a contar su historia.
‑ Cuando era una niña, yo no lo recuerdo, me vendieron como esclava...‑
‑ ¡Un momento! ‑ interrumpí ‑ ¿eres una esclava?.

Agachó la cabeza en un expresivo silencio. Maldije mi suerte durante un rato con furia contenida. Ahora la buscarían y yo me vería metido hasta el cuello en un buen lío.

‑ Lo sabía, lo sabía ‑ dije resoplando, evitando mirarla‑ llevaba mucho tiempo sin problemas...
Ella enrojeció visiblemente y no volvió a hablar en toda la noche, sólo para pedir ocasionalmente agua.

El vapor de agua, que se condensaba con el frío nocturno sobre la hierba y sobre nosotros, helaba los miembros. Los pies apenas sentían nada, castigados por el frío y el cansancio. Mis botas se pusieron rígidas como el cemento y se cubrieron de escarcha. Ella a pesar de calzar unos sencillos zapatos negros, no se quejó lo más mínimo. Con el amanecer todos los tonos rojos y anaranjados del sol, se dieron cita en el horizonte, para regalar nuestros también rojizos ojos, rojos de sueño, frío y cansancio. Las acacias y algún que otro baobab recortaban sus negras siluetas contra los regueros de sangre que acompañaban al naciente sol. Los tenues rayos amarillos nos confortaban, al ir librando paulatinamente nuestros cuerpos de la pegajosa humedad que nos había atormentado toda la noche. Caminamos bajo el sol de la mañana, haciendo frecuentes paradas para descansar, y al mediodía nos detuvimos junto a un gran baobab para comer algo y aprovechar su magnífica sombra. A esa hora ya hacía bastante calor. Thomika deshizo su hato y sacó un trozo de pan duro y tocino frito. Me miró un instante, sin saber que hacer, parecía dudar si ofrecerme algo, pero al final sólo se sentó a comer lentamente. Al descolgarme la mochila sentí todavía su presión en los hombros, pero mi peso descendió bruscamente. Creí que iba a caer hacia arriba. Comí rápidamente varias galletas y parte de la miel. Thomika se acercó a mi lado y volvió a alejarse un poco titubeante, para por fin recostarse en una de las gigantescas raíces del baobab.

Cuando terminé de comer bebí un largo trago de agua. Ella me miró de reojo mientras bebía. Su mirada hería, porque expresaban un hondo sentimiento de tristeza. Sus ojos pedían agua y sus labios casi parecían moverse, pero no dijo ni una palabra. Prefería sentir los labios hinchados antes de molestar mi bien cuidada paz. Con el estómago lleno se disipó en parte mi mal humor y empecé a darme cuenta de que ella no era un estorbo, era alguien que necesitaba ayuda. ¿Cómo podía haberla rechazado de aquella manera?. Me sentía culpable, tenía un extraño remordimiento que no me dejaba pensar con claridad. Tenía que decirle algo o la úlcera me iba a reventar. Allí tumbada parecía una muñeca hecha de recortes de tela roja, con los ojos semicerrados y el pelo tapándole medio rostro.

‑ Anda, bebe un poco de agua ‑ dije alargándole la cantimplora. Me miró un momento como sin comprender, cogió luego la cantimplora y bebió hasta saciarse dando las gracias con su mirada.
‑ ¿A qué vas a Abyadh? ‑ pregunté intentando romper el hielo.
‑ Quiero encontrar a mi familia ‑ respondió.
‑ ¿Cómo sabes que están allí? ‑ sonreí intentando ser amable.
Ella sacó de entre su ropa un medallón dorado.
‑ Mira ‑ dijo ofreciéndomelo.
Lo cogí con curiosidad y le di varias vueltas. Aquello parecía oro, y pesaba. Tenía dos grabados, en el anverso se podía leer "THOMIKA‑ABYADH" y en el reverso un extraño escudo y la palabra "NEITH".
‑ ¿Es tuyo?.
‑ Siempre lo he tenido ‑ respondió.

Me extrañó que una pieza de oro de ese tamaño hubiese obrado en poder de una esclava durante tanto tiempo.
‑ ¿Te lo ha visto tu amo?.
‑ ¡Pues claro! ‑ dijo con naturalidad ‑ fue él quien me lo dio cuando cumplí los quince años, me lo guardó hasta entonces, era de mis padres.
Allí había algo raro. ¿Qué podía ser ese magnífico medallón?. Ella miraba curiosa como le daba vueltas absorto.

‑ ¿Cuántos años tienes ahora?.
‑ Dieciocho, por eso quiero escaparme, ya soy una mujer, eso me dijo mi dueño, además, también me dijo que con el medallón en mi poder nadie podría hacerme daño.

‑ ¡¿Eso dijo?!‑ exclamé arrojándole el medallón. Ella lo cogió en el aire y lo guardó de nuevo. No respondió, ni yo esperé respuesta, me dirigí hacia un claro entre las raíces del baobab y me acosté con una manta liada debajo de la cabeza. No comprendía porqué el dueño de Thomika no se había quedado con el medallón, ella era su esclava y tenía el derecho de quitárselo... si era una esclava, pero ¿Y si no lo fuera?, ¿qué podía ser entonces?. Estaba claro que algo había impedido a su dueño quedarse con el medallón, pues le lo contrario ella no lo hubiese visto jamás, en aquellos tiempos tan difíciles los esclavos eran exprimidos al máximo. ¿Qué tenía entonces Thomika de particular?. Me dormí cansado de darle vueltas al asunto.

Soñé con un gran lago lleno de miembros humanos manchados de sangre. Una horda de seres mutilados y deformes, revolvían las aguas buscando la parte que les faltaba, al tiempo que ejecutaban grotescas danzas y proferían estremecedores aullidos. También soñé con Thomika, que rodeada de joyas se reía de mí, con los dientes ensangrentados.

Desperté casi al anochecer, malhumorado, con las confusas imágenes de mi sueño todavía rondando mi interior. Siempre había valorado enormemente los sueños, quizás por la lectura apasionada de las teorías de los profesores M=tiler Agn y Bruth Lusi sobre el poder onírico sobre las mentes.

Miré alrededor y vi a Thomika sentada junto a una pequeña hoguera, con un diminuto cazo humeante entre las manos.
‑ ¿Qué es eso? ‑ pregunté desde donde estaba.
‑ Ven, es té ‑ dijo sin volver la cabeza.
‑ ¿Té?, ¿De dónde diablos lo has sacado? ‑ pregunté mientras me acercaba para sentarme a su lado.

‑ Algunos comerciantes de Bhumora lo traen de Neith o Abbar y a veces, incluso de la lejana Azur‑er‑ek, que está más allá de las montañas blancas.
Por su forma de hablar se adivinaba que nunca había salido de Bhumora, por lo que todo lo demás le parecía exótico y lejano. Decidí abrirle un poco los ojos y la mente.
‑ Hace tiempo estuve en Azur‑er‑ek, te contaré lo que...
‑ ¡Kagera! ¿es eso cierto?.
‑ Sí, ya te digo...
‑ Cuéntame cosas de esa ciudad, por favor...

Thomika me miraba con adoración y envidia, tenía la sorpresa pintada en el rostro, que bajo la influencia de las sombras de la noche, parecía extrañamente siniestro. Puse un gesto de despreocupación y desinterés como mejor pude, alegrándome en mi interior de poder contar algo y así relajarme de las últimas tensiones.

‑ Pues Azur‑er‑ek no me gustó demasiado, sólo saben hacer buen té, y como no, excelentes sopas de tortuga. Son un pueblo libre, pero permiten la esclavitud en nombre de la justicia. Los esclavos son los transgresores de la ley...

‑ ¿Es mala la esclavitud? ‑ me interrumpió Thomika.
‑ Yo creo que sí, los hombres deben ser libres, pero hay cosas todavía peores, mira, en el Estado de Tunimega hay un dictador que obliga a todos a rendir culto a Nyarlathotep, ante el cual realizan innumerables sacrificios humanos para aplacar su ira.
Me daba un poco de miedo contar estas historias con la oscuridad reinante, había presenciado cosas que no contaba para no asustar a mi oyente.

‑ ¿No hay dioses buenos?. En Bhumora no tenemos dioses.
‑ Sí, en la República de Arkatán rinden culto a un dios bondadoso que llaman Sheol Nunog, lo cual es más o menos Sheol el Blanco.

Me pasé casi toda la noche hablando de dioses, ciudades, comerciantes y productos exóticos, mientras Thomika me escuchaba con interés y ocasionales exclamaciones de asombro. Apenas habíamos dormido una hora cuando salió el sol. Nos pusimos en camino hacia el oeste penetrando profundamente en el corazón del reino de Neith. Vimos de lejos algunas de sus ciudades, que recortaban espléndidas torres en el horizonte. Thomika parecía feliz como una niña en su cumpleaños, aunque sólo lo demostrara con una tímida sonrisa. Cuando anocheció buscamos un baobab para pasar la noche y encendimos una buena hoguera. El sol ya oculto daba todavía una ligera tonalidad escarlata al horizonte, luchando todavía con la ya casi luna llena, por dominar la noche. La hoguera hacía bailotear las llamas, arrancando extrañas sombras del retorcido tronco del baobab, cuyas exiguas ramas se alzaban sobre nosotros, como los amenazadores dedos de algún monstruo descomunal. El té caliente nos animó un poco y charlamos durante un rato. Thomika pareció despertar de un sueño, empezó a hablar y a sonreír, contaba historias divertidas de su ciudad y yo sonreía involuntariamente ante su alegría, produciéndome una extraña sensación de incomodidad, debido sin duda a la falta de costumbre. Cuando ella comenzó a contar algunos episodios de su vida, ya se me pasó la inicial alegría, había cosas que no me gustaba oír, como sus infantiles historias con chicos de su edad. A ella eso parecía divertirle y reía constantemente.

‑ ... y un día me cogió descuidada y me besó ‑ contaba ella sin dejar de reír ‑ si vieras la cara que puso cuando le dije que se lo iba a contar a mi dueño...
Supongo que tanta risa llego a cansarme pues sin pensarlo casi, la corté con brusquedad.
‑ ¡Qué sabrás tú!... ‑ dije alejándome hacia el tronco del árbol, con media sonrisa irónica y la otra media cruel.

Recordaré toda mi vida su sonrisa helada y sus ojos casi cerrados como dos líneas brillantes. Arrebujado en las mantas estuve pensando en lo que dije y llegué incluso a avergonzarme, supuse que lo mejor sería pedirle disculpas, pero era incapaz, mi corazón rebosaba orgullo. Sabía que todo aquello era estúpido pero cuando imaginaba a aquel muchacho besándola, se me revolvÍan las tripas. ¿Estaba celoso?. Sonreí para mis adentros, intentando conciliar el sueño, mientras Thomika sentada junto a la hoguera, miraba fijamente los juegos irregulares de las llamas.

No sé cuanto tiempo llevaba dormido cuando noté que algo se apretaba contra mí. Me revolví y vi a Thomika con los ojos cerrados por el sueño que la acosaba, sin embargo el frío no la dejaba dormir. La arropé con mis mantas y ella se abrazó con fuerza a mÍ, buscando un poco de calor. Hacía mucho tiempo que dormía solo y desconocía la maravillosa sensación de un cuerpo junto al mío y de una nariz apoyada en mi cara.

Los tenues rayos del sol mañanero, me despertaron y lo primero que vieron mis ojos fue su rostro dormido. Durante un rato estuve acariciando su pelo y su cara, su boca ligeramente abierta, dejaba ver el brillo de sus dientes. Me deslicé entre las mantas para no despertarla y la dejé bien arropada.

En la hoguera apenas quedaba un rescoldo, eché unas ramas para avivarlo y preparé un poco de té caliente ante el impresionante espectáculo del amanecer que la naturaleza salvaje prodigaba. Con el té caliente entre los labios miré el pequeño bulto del cuerpo de Thomika entre las mantas, pensando en lo valiosa que era para mí aquella frágil figura. El sol empezó a secar la húmeda hierba que empapaba todo con molesta persistencia.

‑ ¡Arriba! ‑ grité ‑ es de día.
Ella se removió un poco, murmurando algo con mal humor. Me volví de espaldas, tomando mi humeante té a pequeños sorbos. Al rato ella se sentaba a mi lado, profirió un débil saludo y se sirvió un cacillo de té. Poco después apagamos la hoguera ya marchita y nos pusimos en camino.
La inmensa sabana se aclaraba según avanzábamos, claro indicio de la proximidad de Qtarzak. Llevábamos bastante tiempo caminando cuando Thomika en un arranque de valor, se atrevió a preguntar.

‑ ¿Qué es el amor?. Tú lo sabes ¿verdad? ‑ lo dijo sin mirarme, con las mejillas un poco enrojecidas.
Una respuesta instintiva iba a salir de mi boca, pero me contuve. Había conocido a las más exóticas mujeres, a las mejores amantes, pero en el fondo, el verdadero amor jamás lo había hallado. Quizás incluso se podría decir que el mayor afecto que había sentido hacia una mujer, era precisamente el que sentía por ella. Era posible incluso que la amara, pero no, eso era imposible, ella no era... Sacudí la cabeza para alejar el resultado de mis pensamientos, que parecía ser siempre el mismo: ella.

‑ No, creo que yo tampoco lo sé ‑ dije con la voz un poco insegura. ¿Que me pasaba? ella era una niña, una chica sin futuro,... ¿Por qué tenía ese empeño en desecharla como posible pareja?. ¿No sería que el fondo ella me gustaba?.

- Abyadh debe estar cerca ¿no? ‑ dijo ella sin dar importancia a mis palabras.
‑ Sí, a este paso al anochecer llegaremos allí, luego yo seguiré a Qtarzak.‑ respondí.
El reino de Neith agrupaba a ocho grandes ciudades y a un numeroso enjambre de pequeños pueblos y aldeas, que frecuentemente cambiaban de dueño debido a las constantes refriegas entre los reinos vecinos. Me fijé en la nevada cumbre del monte Agnotath, a cuyos pies se alzaba la todavía invisible Abyadh, al otro lado de encontraba Yhugot y algo más lejos a la izquierda Qtarzak.

Thomika se quejó de que le dolían los pies de tanto caminar, nos detuvimos un poco antes de mediodía a descansar, y se dejó caer exhausta con los ojos cerrados junto a una acacia. Me quité la mochila, dejándola tirada en el suelo, y me acerqué a ella. Con cuidado le quité los frágiles zapatos que calzaba, tenía los pies llenos de ampollas y sangrantes rozaduras.

‑ Ya veo que no sueles caminar a menudo ‑ dije viendo como una gota de sudor se balanceaba en la punta de su nariz. Ella no respondió, seguía con los ojos cerrados. Mojé un pañuelo con agua, en un despilfarro del que nunca me creí capaz y limpié las heridas de sus pies. Saqué unas tiras de tela que llevaba para casos de emergencia y la vendé lo mejor que pude. Me senté a su lado y con la manga de mi camisa le limpié el sudor de la cara.

‑ Estás cansada, ¿verdad? ‑ susurré a su oído ‑ descansaremos todo el tiempo que quieras.
Ella seguía inmóvil, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y algunos pelos pegados a su cara. Empezaba a querer a aquella pequeña muchacha, frágil e inocente. Esta vez no dudé en reconocerlo. Acerqué mis labios a los suyos y la besé con suavidad. La flor no movió un solo pétalo, se había dormido. Estuve observándola un rato, después la soledad inherente a la estepa semidesértica me adormiló, ayudada por el cansancio. Desperté un rato después, al sentir algo en el pecho, un dolor punzante y agudo. Al volver la vista observé una flecha que me atravesaba el hombro por debajo de la clavícula izquierda. El primer impacto fue como todos, indoloro, pero ahora, transcurridos unos segundos, empezaba a doler con intensidad. El galopar de unos caballos me hizo levantar la vista, al tiempo que otra flecha se clavaba por encima de la cabeza de Thomika, haciendo saltar la corteza de la acacia.

‑ ¡Thomika, despierta! ‑ la camisa se pegaba al cuerpo, empapada de sangre. Ella pestañeó un momento y se levantó de un salto.
‑ ¡Kagera! ‑ gritó paralizada por la sorpresa.

‑ ¡Allí, rápido!‑ grité señalando un baobab que crecía a unos veinte metros. Me llevé arrastrando la mochila, sintiendo terriblemente cerca los cascos de los caballos. Debían haber dado una pasada sobre nosotros y ahora volvían de nuevo. Desde el baobab los vi venir, eran siete jinetes que pasaron en tromba junto al árbol. Nos apretamos entre dos raíces que dejaban una abertura bastante grande, mientras las flechas con un golpe sordo, se hundían en la dura madera. Cuando dieron de nuevo la vuelta yo los esperaba con un destornillador en la mano derecha y muchos más en la cintura. Los jinetes parecían guerreros, o quizás fuesen bandidos por sus gritos agudos y sus rostros feroces. Un destornillador volteó en el aire, y se clavó en la espalda de uno de ellos, que se arqueó en un espasmo antes de caer al suelo. Mi mano derecha cogía los destornilladores y los lanzaba diestramente. Thomika aplastada contra el árbol, miraba todo aterrorizada. Varias veces sentí el silbido de las flechas junto a mi oído, antes de clavarse en el tronco del baobab. Derribé dos jinetes más y ya mareado por la sangre perdida, sentí como una flecha me atravesaba la mano y la clavaba contra el baobab. Todo el dolor del mundo pareció concentrarse sobre mi pobre cuerpo. Los cuatro jinetes que quedaban desmontaron entre grandes carcajadas y se acercaron. Vi la borrosa figura de Thomika intentar desclavar la flecha que atravesaba mi mano y la corteza del baobab.

‑ ¡Corre! ‑ dije sin fuerzas.
No lo consiguió, uno de aquellos brutos la cogió como si fuera una pluma y la llevó a mi lado.
- ¿Qué hacemos con tu amiguito? ‑ dijo uno de ellos sonriendo, llevaba una larga coleta negra y un brazalete metálico sobre el bíceps.

‑ ¡No! ‑ gritó ella intentando soltarse de la enorme mano que la sujetaba férreamente.
‑ ¡El medallón...! ‑ logré articular, era la única esperanza que quedaba, su dueño dijo que con él nadie le haría daño.

Uno de ellos levantó una gran hacha sobre mi cabeza. Todavía recuerdo su rostro, como una horrible máscara, tras el hacha, dispuesto a acabar conmigo. De improviso, una mano lo sujetó por la muñeca en el momento en que iba a descargar el mortal golpe.

‑ ¡Espera! mira... esta muchacha tiene el sello de la familia real.
Fue lo último que oí, pues mis rodillas se doblaron y caí al suelo, quedando colgado de mi mano derecha, en la que sentí el dolor más desgarrador de toda mi existencia. Enseguida alguien desclavó la flecha, al tiempo que yo perdía el conocimiento.

Por supuesto no supe lo que pasó hasta que no recobré el conocimiento y empezaron a contarme lo ocurrido. Estuve trece días en cama con fiebre alta, delirando como si la muerte preparara una orgía para mí. Al final tuvo que retirarse derrotada y la vida me transportó de nuevo a la realidad. Oí rumores de que el brujo Pazuzu del lejano reino de Assur, el país de las tinieblas, había sido llamado por el rey, y que gracias a un brebaje preparado por él, había salvado la vida. Preferí no creer en estos rumores, a pesar de que había sanado casi completamente, pues sabía que el país de las tinieblas, Assur, tenía secretas vinculaciones con el peor de los dioses, el Gran Cthulhu, al lado del cual la crueldad de Nyarlathotep parecían caricias. Cuando al cabo de los trece días desperté y abrí los ojos, tuve que cerrarlos de nuevo, pues la amplia estancia donde me encontraba me produjo vértigo. Poco a poco pude observarla con detalle, su techo repleto de grabados multicolores, impresionaban a cualquiera, así como las bellas columnas que se alzaban orgullosas hasta él. Todo era maravilloso, increíbles tapices decoraban las paredes y fantásticas esculturas de animales sagrados, podían verse en todos los rincones. Mi lecho era una lujosa cama, amplísima, de madera noble bellamente tallada, con sábanas de finas telas que igualaban a las mejores sedas de la República de Arkatán. Me sentía abrumado por todo aquello y mi primera reacción fue llamar a Thomika, de la cual sólo sabía que tenía algo que ver con una familia real, la de Neith quizás. Mi hombro izquierdo y mi diestra estaban envueltos cuidadosamente en vendas blancas.

‑ ¡Thomika! ‑ grité.
Unos pasos apresurados llegaron hasta las grandes puertas de la estancia, que dieron paso a una joven rubia desconocida para mí, que se acercó al lecho para observarme.

‑ ¿Dónde estoy? ‑ pregunté.
Ella arregló con diligencia las arrugas de la cama, sin prisa por responder.
‑ Estás en el palacio de Khuna III, Rey de Neith.
Me parecía todo difícil de entender, pero por un momento imaginé la mano de Thomika en todo aquello.
‑ ¿Y Thomika?.
‑ Su alteza descansa en sus habitaciones.

¡¿Su alteza?!. Ese tratamiento correspondía a herederos del trono y familia real por descendencia directa, o así lo creía yo, aunque las costumbres no eran iguales en todos los sitios.
Me fijé en aquella muchacha rubia de ojos oscuros, que me miraba con la humildad de una esclava. Pero su forma de moverse no era la de una esclava, más bien era la de una dama importante de la corte, su largo vestido azul era brillante y delicado. Todo aquel lujo para un simple viajero herido, indicaba cual debía ser la magnificencia de las habitaciones reales, cuya inusitada belleza yo jamás llegaría a contemplar. La voz de la muchacha me sacó de mis cavilaciones.

‑ Debes vestirte, el rey te recibirá inmediatamente ‑ se interrumpió un momento para echar un vistazo a mis heridas ‑ te ayudaré a hacerlo.
Cuando me destapó, me di cuenta que estaba desnudo. Ella miró de reojo un instante intentando no alterarse, pero noté el rubor de sus mejillas cuando me puso unos grandes calzones azules. Un pantalón verde, camisa a cuadros y chaqueta gris, completaban mi indumentaria. Me calcé unas botas de cuero sobre calcetines de lana y salí tras ella por las puertas por donde un momento antes la había visto entrar. Las heridas apenas me dolían, pero me costaba mantener el equilibrio, pues el vértigo acudía a mi cuerpo como reacción natural después de tanto tiempo guardando cama. Recorrimos grandes pasillos que brillaban con el fino pulimento del mármol que cubría las paredes y el suelo. La muchacha se detuvo.

‑ Aquí es ‑ dijo señalando una puerta de madera.
Se alejó con pasos cortos y rápidos, sin decir ni una palabra más, dejándome solo. Este rey parecía tomar pocas precauciones con los desconocidos. No se veía ni un guardia. Llamé dos veces con los nudillos y esperé. La puerta se abrió sola, accionada por algún resorte oculto, mostrando una pequeña estancia decorada austeramente, unos ojos grises me miraban desde un escritorio. Tras el enjuto rostro de un anciano se adivinaba todavía una notable fuerza vital. Entré y me acerqué hasta encontrarme frente a él.

‑ Sé bienvenido a mi reino, Kagera ‑ su voz era sonora, sin llegar a ser bronca.
- Gracias por su hospitalidad, majestad ‑ dije inclinándome y observando de reojo como se cerraba la puerta, empujada por el mismo resorte.
‑ No está bien secuestrar princesas, Kagera, el castigo es la muerte, pero la benevolencia de la princesa Thomika ha retrasado la ejecución.
‑ Nunca desee daño alguno para la princesa, majestad, yo creí que era una esclava ‑ aquello me parecía sospechosamente falso.
‑ Thomika no es hija de la reina, por eso la llevé a Bhumora y le di mi sello, pero es una bastarda y debe alejarse del trono, claro que tu ignorancia puede ser una atenuante.
¿Por qué me contaba todo eso?, era el rey y bastaba un gesto para hacer rodar mi cabeza.
‑ Ignoraba tal circunstancia, majestad.

Odiaba tener que repetir "majestad" cada vez que abría la boca para decir algo. Su "majestad" carraspeó y revolvió unos papeles, luego me miró fijamente.
‑ Me has metido en un buen lío, el Consejo del Reino pide tu cabeza por traer la vergüenza a palacio. ¿Que crees que debo hacer?.

Su voz sonaba con un extraño matiz, como si fuera una tierna reprimenda paternal. !Pobre viejo!, pretendía hacerme creer que Thomika le había impedido ejecutarme, cuando se le veía preocupado por mi vida como si fuera la suya, tanto que había llegado a enfrentarse al Consejo.
‑ Sospecho, majestad, que Thomika no es la causa de que mi pobre pellejo siga con vida.
Khuna III intentó no mostrar sorpresa, pero una chispa de agitación en sus ojos le traicionó. Se sintió atrapado y su pétreo rostro se deshizo en una amplia sonrisa que dejaba ver sus amarillentos dientes.

‑ Tu padre no se equivocó al decirme que eras muy listo.
‑ ¿Conoció a mi padre? ‑ inquirí con viveza.
‑ Te adelantas siempre a los acontecimientos, Kagera, tu padre fue un consejero excelente, pero ignoro si llegó a hablar antes de... ‑ se detuvo y tragó saliva.
‑ Antes de ejecutarlo... ‑ perdí el control y me incliné furioso sobre la mesa.

Aquel no era Khuna III, mi padre lo ayudó a suplantar al verdadero a cambio de algunos libros de la Biblioteca Real, él dejó escrito todo esto antes de emprender el último viaje de su vida. Lo demás caía por su propio peso. Furioso, pasé el brazo por el escritorio, arrojando al suelo papeles, lápices y todo lo que cogí.

‑ Ya comprendo, Thomika es hija de Khuna III...
‑ Khuna III soy yo, no lo olvides ‑ dijo sonriendo, al tiempo que se echaba atrás en su sillón, precavidamente.
‑ ¡Estoy hablando del verdadero Khuna III! ‑ dije apretando los dientes.
‑ Cuida tus impulsos, muchacho ‑ señaló la puerta con el dedo índice de modo expresivo, mientras se oían pasos ligeros que se detenían tras ella.
Miré de reojo para comprobar que seguía cerrada y volví a tomar la compostura inicial, aunque mi lenguaje siguiera siendo agresivo.

‑ Te deshiciste de mi padre por miedo a que hablara y luego de Thomika, para impedir que hablaran, lo que ignoro es por qué no la ejecutaste también a ella.
Su sonrisa era menos feliz y más amarga al ver mi excitación.
‑ Los que son demasiado listos suelen ser también demasiado peligrosos ‑ dijo ya completamente serio.

La puerta se abrió para dar paso a dos tipos enormes que se colocaron detrás de mí.
‑ Espero que te conduzcas con docilidad hasta que llegue tu hora, tu padre murió como un caballero.
‑ ¡Maldito...! ‑ dije con rabia.

Su rostro se nubló y una ráfaga de tristeza pasó por su rostro. Mientras volvía a mi estancia escoltado por los dos guardias, pensé en aquella triste expresión del falso rey. Algo no acababa de encajar en su sitio. Me condenan a muerte pero me alojan en una lujosa estancia. El rey o era demasiado tonto aceptando mis acusaciones en silencio o era tan listo que las había aceptado para hacerme creer que eran ciertas. Pero, si no eran ciertas, ¿dónde estaba la verdad?. En contra de mi instinto que me decía que Khuna III no era tonto, tuve que aceptar que lo era. Llegamos a mi habitación y entré en ella, los guardias quedaron en la puerta, claramente dispuestos a quedarse. Cerré la puerta con furia y me di la vuelta.

- ¡Maldito, maldito...! ‑ me interrumpí sorprendido, pues mi voz me había sonado extrañamente parecida a la del rey.
Me di cuenta que la muchacha rubia estaba sentada en la cama, mirándome un poco asustada.
‑ ¿Qué haces aquí?, ¡vete! ‑ dije bruscamente.
Ella no se movió. Su rostro era oscuro y triste.
‑ ¿Quieres escapar? ‑ su larga melena rubia onduló al decir esto. Me senté a su lado, aquella pregunta había sido como un latigazo.
‑ ¡¿Como?!, ¿puedes ayudarme?.
‑ Sí ‑ su tez morena contrastaba con sus dorados cabellos.
‑ ¿Y Thomika?.
- También ‑ su voz era segura ‑ pero primero quiero algo, un cambio podríamos decir.
La interrogué con la mirada, ¿qué podía yo darle a aquella muchacha que ya no tuviera?. Ella, con un movimiento rápido de la mano, abrió la cama. Al ponerse en pie, el vestido le resbaló hasta el suelo, y desnuda, se metió entre las cálidas sábanas.

‑ ¿Te decides? ‑ dijo intentado parecer excitante.
Tardé en reaccionar, la situación era peligrosa, podía ser una nueva treta de Khuna III, pero la posibilidad de escapar hizo decidirme. Me desnudé y me acosté a su lado.
‑ Ten cuidado con mi hombro ‑ dije con voz nerviosa.
Aquella situación, aunque agradable, no me gustaba. Me repetía constantemente que era necesario, pero el cándido rostro de Thomika se me aparecía ante los ojos mirándome con tristeza. Intenté olvidar su rostro y no lo conseguí, ahora empezaba a darme cuenta que amaba a Thomika.

Todo terminó con un beso que yo acepté en silencio.
‑ Espero que no quedes embarazada ‑ dije mientras me vestía.
‑ Yo espero que sí ‑ fue su respuesta.
La miré sin comprender exactamente a que se refería.

La salida fue demasiado fácil, yo la seguía por los largos pasillos vacíos preguntándome dónde estarían los guardias que debían vigilar todo el palacio. En el cruce de dos pasillos nos detuvimos a recoger a Thomika, que me abrazó con efusión. Pasamos varias salas que apenas nos dio tiempo a ver y al final de un largo pasillo nos detuvimos ante una gran puerta metálica que se encontraba entreabierta que daba al exterior. Cuando vi la hierba y la tierra creí que era un sueño. Ya estaba con mi eterna compañera, la naturaleza. Besé a Thomika con fuerza. Me volví hacia la muchacha rubia.

‑ ¿Cómo te llamas?.
‑ Eso no importa, vete antes de que vengan los guardias.
No era una esclava, se notaba y aquello tampoco era una fuga.
‑ Eso no me lo creo, no va a venir ningún guardia ‑ la cogí por un brazo ‑ ¿por qué nos dejan escapar?, ¿qué es toda esta representación?.

Ella agachó la cabeza y salió fuera, estaba llorando. La seguimos en silencio. Miramos atrás y vimos el gran castillo y palacio de Khuna III, que se alzaba sobre Abyadh como el gigantesco diente de un monstruo.

Ella se detuvo y se dispuso a contar algo.
‑ El rey es un impostor, este falso Khuna III, tuvo aquí a una hija, Thomika, y convencido de que no debía saber nada de su padre, pues se suponía que Khuna III no tenía hijos, la ocultó en Bhumora, le dio el sello real y la abandonó. Khuna III, el falso, no mató a tu padre, Kagera, fue tu padre quien mató al que debía suplantarlo, así se aseguraba todos los libros de la Biblioteca Real y no unos cuantos.

La miré perplejo, sin acertar a hablar.
‑ Sí, Kagera, Thomika es tu hermana y Khuna III es tu padre, él me encargó que os sacara de aquí, se está haciendo viejo y es cada vez más sensible, hace unos años hubiese acabado con vosotros sin contemplaciones. Vuestra madre murió en Bhumora cuando fueron a llevar a Thomika, una flecha acabó con su vida, se rumorea que el mismo rey la hizo asesinar.
Thomika estaba absorta mirándose las manos.

‑ Mi... mi hermano ‑ dijo levantando el rostro.
Cogí a la muchacha por un hombro y la zarandeé.
‑ Di que es mentira...
‑ Espera, todavía no he terminado ‑ se soltó de mi mano, que le hacÍa daño ‑ aún no me he presentado, soy la princesa Aneia, hija de Khuna III, y de su segunda esposa, que por cierto también murió en extrañas circunstancias. Todos somos hermanos. Divertido ¿verdad?, puede que tu hijo pueda suceder a Khuna III, y mientras yo seré la regente ‑ terminó con expresión adusta.

Todo parecía un horrible sueño, surgido de la mente de aquella muchacha, pero yo sabía en mi más hondo interior que todo era cierto. Ahora entendía la triste expresión de mi padre cuando me despidió, haciéndome creer que estaba muerto. Había mantenido relaciones sexuales con mi medio hermana y me habla enamorado de Thomika, hermana también. La miré sabiendo que nuestra felicidad se había desvanecido en el aire como un globo que estalla. Aneia nos besó a ambos en la boca y volvió al palacio, cerró la puerta con lentitud y aún pude oír sus pasos alejándose hacia el interior del edificio. Thomika se echó en mis brazos llorando, inundando mi alma de tristeza.

‑ Yo te quiero... ‑ dijo.
‑ Yo también te quiero, hermana.
Se apartó de mí furiosa, con la cara mojada por las lágrimas, brillando al sol.
‑ ¡No soy tu hermana!, ¡no quiero serlo! ‑ su voz sonó como si no estuviese cuerda. Creo que todos estábamos un poco locos. Tardó bastante en calmarse, y cuando lo hizo nos alejamos caminando hacia el oeste, cogidos de la mano, como dos buenos... hermanos.
Llevábamos varias horas caminando cuando Thomika se detuvo junto a un baobab.

‑ Estoy cansada ‑ dijo dejándose caer.
Me senté a su lado y perdí la vista en el espacio infinito de la pradera de Neith.
‑ ¿Estás bien? ‑ preguntó Thomika señalando las vendas.
‑ Sí, sí...
‑ ¿Te duele?.
‑Un poco.
Me quitó la venda y dejó al descubierto la redonda cicatriz del hombro. Estaba muy cerca de mí, demasiado cerca, su aliento húmedo acariciaba mi mejilla. La agarré del pelo y ella se quedó quieta, estática, intentó besarme, pero desvié la cara lleno de dudas.
- sabes que ya nada será igual.
- Lo sé.

Allí sobre la hierba, el cielo acogió nuestros pensamientos, y el aire pasó sobre nosotros sin apercibirse de nuestra presencia. Eramos tan pequeños para una pradera tan grande.

F I N